lunes, 30 de marzo de 2009

Manuel Altolaguirre en las nubes

Acaso por algunos tonos de romanticismo, “ternura y llanto” era lo que encontraba Federico García Lorca en la obra del poeta nacido en Málaga Manuel Altolaguirre (1905-1959), el menor de los adscritos a la Generación del 27 (si consideramos a Miguel Hernández como un caso aparte).

Altolaguirre era, en efecto, casi quince años más joven que Pedro Salinas, y él mismo expresó alguna vez que su poesía “se sentía hermana menor de la de Salinas”.

Lo que sucedía, se me ocurre, es que Manuel Altolaguirre tomaba todo lo que hacía con un distinto grado de seriedad; era “distraído”, decían. Lo que sí, es que le interesaron muchas cosas: estudió derecho, aunque nunca ejerció, y a la par que destacaba como poeta, lo hacía también como editor e impresor.

Tal vez en términos generales carezca la poesía de Altolaguirre del delicado trabajo como de orfebrería que caracteriza la obra de otros colegas suyos; a cambio es un poeta intuitivo, fresco, mucho más espontáneo, transparente, como si en cierto modo hubiera escrito con la cabeza en las nubes, y no en las palabras que otros tallaban igual que diamantes.

Con motivo de la guerra civil en España, Manuel Altolaguirre emigró con su esposa, la también poeta Concha Méndez, a América, estableciéndose primero en Cuba y posteriormente en México, donde su acercamiento al arte cinematográfico se volvió cada vez mayor.

En dicho país fue guionista, productor y director. No parece que le haya ido mal. Colaboró con Luis Buñuel, amigo suyo de los días de Madrid, y por Subida al cielo obtuvo un premio en Cannes y otro en México por mejor argumento.

Él mismo dirigió una película, Cantar de los Cantares, que se presentó en el Festival de Cine de San Sebastián en 1959. Esto propició su regreso a España. Ahí, de manera trágica en un accidente automovilístico cerca de Burgos, fallecieron Concha Méndez y Manuel Altolaguirre.

El poeta sabía que quien contempla las nubes puede reconocer en la libertad de sus formas los más rebuscados símiles con sus fantasías, y también, que al voltear de nuevo a ver esas fantasías materializadas en vapor, como si de un sueño se tratara, las formas ya no están ahí y las nubes se disolvieron.

(El retrato es de José Moreno Villa.)


[Gonzalo Vélez]



La nube
autor: Manuel Altolaguirre

Oh libertad errante, soñadora,
desnuda de verdor, libre de venas,
arboleda del mar, errante nube;
si en lluvia el desengaño te convierte,
la forma de mi copa podrá darte
una pequeña sensación de cielo.

Vuelve a la tierra, oh mar, vuelve a la vida,
a las cadenas de los largos ríos,
a las prisiones de los hondos lagos;
vuelve afiliada a penetrar mil veces
angostos laberintos vegetales.

¡Oh libertad, tus puertas son heridas!
No las quieras abrir, sigue encerrada
en la sedienta piel o te sostenga
el inclinado cauce del torrente.

Todo sueño que es nube se deshace.
Vuelva a brillar el sol, pues la blancura
de esa ilusión de libertad celeste
es tan sólo una sombra hecha jirones.

No sueñe más el agua, y tenga vida
en la savia o la sangre, tenga sólo
en mí su libertad, libre en mis lágrimas.



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viernes, 27 de marzo de 2009

MIguel Hernández y la tristeza de las cebollas

La trinchera del escritorio donde un poeta que se piensa a sí mismo “comprometido” con una causa combativa, siempre es un sitio más seguro que el foso excavado a duras penas donde resuenan balas reales, y donde además de cuidar su vida el poeta-soldado eventualmente tiene que disparar también…

Si hay un caso patético de la trasnochada noción del caballero de letras y armas llevada al sarcasmo, es el de Miguel Hernández (1910-1942). Porque tuvo ideales; porque combatió por ellos; porque perdió; porque no supo escapar; por su muerte estúpida, apenas a la edad de 31.

La vida de Miguel Hernández parece envuelta por un aura de tristeza, a veces con hondos tonos melodramáticos, de lo cual me parece que él no podía percatarse cabalmente. Con todo, su biografía ilustra de manera un tanto cruel las diferencias sociales entre la ciudad y el campo en su época, pero sobre todo encarna en su persona esa lucha fraticida, suicida, que fue la guerra civil en España.

Nació en Orihuela, al sur de la provincia de Alicante. Tuvo seis hermanos, pero tres de ellos murieron siendo niños. El papá quería que su hijo se convirtiera en un excelente pastor de ovejas, y Miguel apenas y fue a la escuela.

Tuvo la suerte de que un buen amigo, más culto y pudiente que él, advirtiera en su compañero pastor un talento poético extraordinario que había que desarrollar. Miguel descubre que además de leer poemas también es capaz de escribirlos, y así en esa primera época trata poéticamente la vida en el campo.

Madrid le debe haber parecido como Babilonia a Miguel Hernández en sus dos estancias, en 1931 y 1934. Ahí se relacionó y trabó amistad con los poetas ya consagrados, como Aleixandre, Alberti, y Pablo Neruda, que se encontraba ahí.

Cuando estalla la guerra él se alista sin dudarlo en el ejército popular de la República. Tal vez porque él no era señorito, o porque estaba llamado a la intensidad y a una vida efímera (de lo cual no es posible desprender su poesía), se pasó toda la guerra combatiendo.

Durante una breve licencia se casa. Su mujer queda embarazada. El hijo nace, pero muere a los pocos meses. Él continúa en el frente, y en sus descansos escribe. En 1939 nace su segundo hijo. Franco declara el fin de la guerra. Miguel Hernández es detenido en la frontera con Portugal. Lo encarcelan; pasa por todas las prisiones de España; contrae tuberculosis; muere.

El contexto de este poema, que es una canción de cuna de las cebollas, es una carta en la que su esposa le comenta que él debía alegrarse, pues aparte de cebollas había conseguido pan para comer, de modo que podría alimentar a su hijo con leche que fuera algo más que jugo de ese tubérculo.

El sentido humano de la poesía de Miguel Hernández radica, acaso, en esa manera vital de fundir indisolublemente la amargura y la esperanza, la miseria y la alegría.
Veamos qué te parece…


[Gonzalo Vélez]



Nanas de la cebolla
autor: Miguel Hernández

La cebolla es escarcha
cerrada y pobre.
Escarcha de tus días
y de mis noches.
Hambre y cebolla,
hielo negro y escarcha
grande y redonda.

En la cuna del hambre
mi niño estaba.
Con sangre de cebolla
se amamantaba.
Pero tu sangre,
escarchada de azúcar
cebolla y hambre.

Una mujer morena
resuelta en lunas
se derrama hilo a hilo
sobre la cuna.
Ríete niño
que te traigo la luna
cuando es preciso.

Tu risa me hace libre,
me pone alas.
Soledades me quita,
cárcel me arranca.
Boca que vuela,
corazón que en tus labios
relampaguea.

Es tu risa la espada
más victoriosa,
vencedor de las flores
y las alondras.
Rival del sol.
Porvenir de mis huesos
y de mi amor.

Desperté de ser niño:
nunca despiertes.
Triste llevo la boca:
ríete siempre.
Siempre en la cuna
defendiendo la risa
pluma por pluma.

Al octavo mes ríes
con cinco azahares.
Con cinco diminutas
ferocidades.
Con cinco dientes
como cinco jazmines
adolescentes.

Frontera de los besos
serán mañana,
cuando en la dentadura
sientas un arma.
Sientas un fuego
correr dientes abajo
buscando el centro.

Vuela niño en la doble
luna del pecho:
él, triste de cebolla,
tú satisfecho.
No te derrumbes.
No sepas lo que pasa
ni lo que ocurre.



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lunes, 23 de marzo de 2009

Luis Cernuda contempla un atardecer

Cómo omitir el verso preciso de Luis Cernuda (1902-1963, nacido en Sevilla, fallecido en el exilio en Ciudad de México), sus persistentes, veladas alusiones a lo efímero y a lo eterno, cómo, siendo tan brillante estrella de la Constelación del 27.

Hijo de un militar; infancia solitaria y desprovista de atenciones. Acaso la soledad se convirtió desde entonces en su sino. ¿O al nacer el alma lleva la soledad por dentro y elige las circunstancias adecuadas para poderla desplegar durante su vida?

Pedro Salinas fue su profesor cuando estudiaba Derecho, y de hecho fue quien lo impulsó a enseñar en el extranjero, pero sobre todo fue quien lo agrupó con los poetas de su generación. Al igual que otros de sus colegas, ante los sucesos políticos apoyó a la República bajo el anhelo de una España menos fanática e intolerante, más culta y universal.

La guerra civil se desata cuando él se encuentra fuera de España, adonde jamás volvería. De Inglaterra pasa a Estados Unidos, y más tarde a México, dando cátedras de literatura en distintas y distinguidas universidades.

Al contrario de lo que quien esto escribe piensa en general de lo que escribe, en la poesía de Luis Cernuda no hay “ni cacofonías, ni ripios, ni repeticiones. Es sobrio y no redundante.” (Ricardo Gullón). Sin embargo, el propio Cernuda lamentaba de su propio trabajo el no haber sabido o podido “mantener la distancia entre el hombre que sufre y el poeta que crea”.
(La sentencia parece saco en espera de artista que se lo calce a la medida.)

Para proseguir la cita, en el entender de Luis Cernuda la esencia del problema poético “la constituye el conflicto entre realidad y deseo, entre apariencia y verdad, permitiéndonos alcanzar alguna vislumbre de la imagen completa del mundo que ignoramos, de la ‘idea divina del mundo que yace al fondo de la apariencia’, según la frase de Fichte.”

Lo anterior se refleja acaso en este primaveral y nostálgico poema, que evoca el tiempo que fue, quizás en alguna olvidada ciudad de la infancia, pero también el tiempo presente en que no se es: ese estado, súbito o continuo, de estar soñando despierto.

Una miniatura que captura un suspiro: golondrinas perdiéndose en el horizonte con sus quejas, el fantasma de las cosas que no fueron, el cielo morado de un día que termina.


[Gonzalo Vélez]



Primavera vieja
autor: Luis Cernuda

Ahora, al poniente morado de la tarde,
En flor ya los magnolios mojados de rocío,
Pasar aquellas calles, mientras crece
La luna por el aire, será soñar despierto.

El cielo con su queja harán más vasto
Bandos de golondrinas: el agua en una fuente
Librará puramente la honda voz de la tierra;
Luego el cielo y la tierra quedarán silenciosos.

En el rincón de algún compás, a solas
Con la frente en la mano, un fantasma
Que vuelve, ¿llorarías pensando
Cuán bella fue la vida y cuán inútil?



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viernes, 20 de marzo de 2009

Rafael Alberti y El Jardín de las Delicias

Siempre será delicada la relación de la poesía con el compromiso ideológico, y más delicado resulta acaso referirse al asunto sin la compañía de un buen corpus de sesudos argumentos.

Además, tengo para mí que el compromiso ideológico fue una experiencia humana completamente distinta antes de la segunda guerra mundial, durante la guerra fría y después de la caída del muro de Berlín. Y acaso esa manera de entender el mundo, moderna, romántica, (bi)polar y veintesca, haya perecido bajo los escombros de las torres gemelas.

En la medida en que el mundo ha empequeñecido y van quedando atrás los tiempos (anteriores a la televisión y sus secuelas) en que se creía que la utopía social estaba al alcance de la mano, tenderemos a teorizar cada vez más la época, y nos alejaremos de la circunstancia real, crudísima y crudelísima, que significó la confrontación a muerte de conciudadanos, amigos, familiares, hermanos.

Esto viene a cuento, creo, en torno a la militancia política del excelente poeta nacido en Cádiz Rafael Alberti (1902-1999), lo cual tras la derrota de la República Española le obligó a exilarse en Argentina y luego en Italia durante todo el periodo franquista.

Siempre me ha intrigado el contraste entre un militante con una postura ideológica radical bien definida (y además amigo personal de José Stalin y de Fidel Castro), y un poeta con una voz tan ligera y sencilla y creadora de embeleso. Sobre todo cuando ambos son la misma persona.

Entonces, en vez de tópicos como por ejemplo el de Con los zapatos puestos tengo que morir (1930), en lo personal prefiero al Rafael Alberti juguetón y musical, el que canta al mar y los marineros, y sobre todo el Alberti de los sensuales poemas eróticos.

Rafael Alberti siempre estuvo cerca de la pintura, como pintor en ciernes y como observador. Escribió una magnífica serie de homenajes poéticos a pintores y a algunas de sus obras. Y en particular el que se refiere a El Bosco es uno de los poemas más lúdicos y desenfadados que conozco.

Como recordarás, Hyeronimus Bosch (1450-1516) “El Bosco”, ese pintor flamenco medio alucinado que tanto le gustaba a Felipe Segundo, pintó el retablo El Jardín de las Delicias, buscando plasmar los tormentos sadomasoquistas que aguardarían a las almas malas en el Infierno.

La magia del poeta Alberti transforma aquí esa idea pictórica de sufrimiento en un delicioso juego de palabras.


[Gonzalo Vélez]



El Bosco
autor: Rafael Alberti

El diablo hocicudo,
ojipelambrudo,
cornicapricudo,
pernicolimbrudo
y rabudo,
zorrea,
pajarea,
mosquicojonea,
humea,
ventea,
peditrompetea
por un embudo.

Amar y danzar,
beber y saltar,
cantar y reír,
oler y tocar,
comer, fornicar,
dormir y dormir,
llorar y llorar.

Mandroque, mandroque,
diablo palitroque.

¡Pío, pío, pío!
Cabalgo y me río,
me monto en un gallo
y en un puercoespín,
un burro, en caballo,
en camello, en oso,
en rana, en raposo
y en un cornetín.

Verijo, verijo,
diablo garavijo.

¡Amor hortelano,
desnudo, oh verano!
Jardín del Amor.
En un pie el manzano
y en cuatro la flor.
(Y sus amadores,
céfiros y flores
y aves por el ano.)

Virojo, pirojo,
diablo trampantojo.

El diablo liebre,
tiebre,
sítiebre
notiebre,
sipilitiebre,
y su comitiva
chiva,
estiva,
sipilipitriva,
cala,
empala,
desala,
traspala,
apuñala
con su lavativa.

Barrigas, narices,
lagartos, lombrices,
delfines volantes,
orejas rodantes,
ojos boquiabiertos,
escobas perdidas,
barcas aturdidas,
vómitos, heridas,
muertos.

Predica, predica,
diablo pilindrica.

Saltan escaleras,
corren tapaderas,
revientan calderas.
En los orinales
letales, mortales,
los más infernales
pingajos, zancajos,
tristes espantajos
finales.

Guadaña, guadaña,
diablo telaraña.

El beleño,
el sueño,
el impuro,
oscuro,
seguro,
botín,
el llanto,
el espanto
y el diente
crujiente
sin
fin.

Pintor en desvelo:
tu paleta vuela al cielo,
y en un cuerno,
tu pincel baja al infierno.




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lunes, 16 de marzo de 2009

Jorge Guillén: Poesía pura, “ma non troppo”

¿Es posible la pureza? ¿Se es, o algo es puro con respecto a qué? Y en todo caso, ¿la pureza serviría para algo? ¿O a quién o a qué serviría?

Preguntas todas que se plantearía tal vez un poeta retorcido. Además, han pasado, nos han pasado a la humanidad, muchísimas cosas desde aquellos fabulosos años veinte del siglo veinte. Y acaso las vanguardias artísticas sólo pudieron haber prosperado en el suelo fértil, aunque superficial, del optimismo de la primera mundial posguerra.

Con las vanguardias las artes perseguían en todos los campos las abstracciones más esenciales, en una especie de tabla rasa que rescataba sólo lo útil, sólo lo primordial de la expresión, llevándola cada vez a extremos más excéntricos. La pureza entendida casi como un límite matemático.

Entendamos pues, en nuestro campo, poesía pura como una búsqueda de una poesía esencial, una poesía desprovista de atributos nimios y de juegos decorativos y autocomplacientes con el lenguaje. Algo así como extirpar del suceso poético todo aquello que no sea poesía.

El poeta se entiende entonces como una suerte de alquimista que decanta en matraces y tubos de ensayo la sustancia poética más prístina que habrá de plasmar en su poema.
O como un tallador de diamantes que primero le da mil vueltas a la sustancia en bruto de una vivencia puesta en lenguaje, y luego la acomete con sus sutiles cinceles en pos de de un poema con los cortes más finos y los destellos más iridiscentes en sus palabras.

Así, más o menos, es en términos generales la poesía del poeta español Jorge Guillén (1893-1984), Premio Cervantes de Literatura en 1977, y uno de los principales exponentes de la llamada Generación del 27, sin duda uno de los hitos más importantes en la historia de nuestra lengua.

Si bien Jorge Guillén argumentaba que su búsqueda era la de una poesía pura, “ma non troppo”, o sea “pero no tanto”, su rigor en el manejo del lenguaje y la fuerza que le otorga la economía de medios dan como resultado un lirismo extraordinario, casi que sin concesiones a ese "no tanto".

Fíjate cómo la descripción de este “Desnudo” parece menos la de un cuerpo, y de pronto más bien la de una pintura impresionista, cuya contemplación ha conseguido detener en un instante de eternidad el flujo inexorable del tiempo.


[Gonzalo Vélez]



Desnudo
autor: Jorge Guillén

Blancos, rosas... Azules casi en veta,
retraídos, mentales.
Puntos de luz latente dan señales
de una sombra secreta.
Pero el color, infiel a la penumbra,
se consolida en masa.
Yacente en el verano de la casa,
una forma se alumbra.
Claridad aguzada entre perfiles,
de tan puros tranquilos
que cortan y aniquilan con sus filos
las confusiones viles.
Desnuda está la carne. Su evidencia
se resuelve en reposo.
Monotonía justa: prodigioso
colmo de la presencia.
¡Plenitud inmediata, sin ambiente,
del cuerpo femenino!
Ningún primor: ni voz ni flor. ¿Destino?
¡Oh absoluto presente!



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viernes, 13 de marzo de 2009

Gerardo Diego: Cierta climatología de las sensaciones

De pronto cada persona somos una geografía, con nuestro propio clima y nuestro propio calendario de estaciones.

Hay personas con climas continuos, climas de los que se sabe cuándo va a llover y cuándo hará calor o frío. Climas constantes previsibles, fijos en sus primaveras y veranos, otoños e inviernos cada ciclo, o con sus temporadas de lluvias y secas claramente definidas.

También hay sitios con clima característico: siempre llueve, siempre brilla el sol, siempre está soplando el aire. Y asimismo personas con climas mutables, discontinuos, sorpresivos.

En este sentido, parecería que el poema, cada poema, se ajustara, o no, al clima de cada geografía en particular, dependiendo de su estación.

Desde esta perspectiva, la opinión de los más sesudos críticos analistas sólo debería de iluminar, de fungir como un general reporte meteorológico para que cada lector pudiera anticipar a qué atenerse de acuerdo con su particular climatología.

Cuando un poeta es profundo y prolífico, cuando por largo tiempo ha sido capaz de hacer vibrar las insondables fibras sensibles de los prójimos desconocidos, como es el caso de un poeta tan versátil como el español Gerardo Diego (1896-1987), Premio Cervantes en 1979, me pregunto qué tanto sirve precisar sus afinidades a tal o cuál tendencia en este o aquel momento de una biografía, si esto no enriquece de manera fundamental la experiencia de leer la poesía de tal poeta.

Afín al creacionismo, al surrealismo, a la poesía pura. Afín a la poesía de vanguardia y a la poesía tradicional o clásica, como muchos de los poetas de su generación, que es la del 27. Palabras de Gerardo Diego: “Creer lo que no vimos dicen que es la Fe; crear lo que nunca veremos, esto es la Poesía.” “Poesía es la palabra incorruptible.” Poesía es lo que encuentra “a un tiempo su desnudez y su vestidura”.

Belleza, sentido musical, intención innovadora, destreza verbal: esto hallarás en la extensa obra de este magnífico poeta.

En el caso concreto, cierta sintonía con la mudanza de las estaciones dicta el tono del presente poema. Existen aires revueltos en épocas de cambio, hay ventiscas poderosas que arrasan con cuanto parecía sólido, como el doloroso vaticinio de una nueva primavera.


[Gonzalo Vélez]



No está el aire propicio...”
autor: Gerardo Diego

No está el aire propicio para estampar mejillas.
Se borraron las flechas que indicaban la ruta
más copiosa de pájaros para los que agonizan.
Se arrastran por los suelos nubes sin corazón
y a la garganta trepa la impostura del mundo.

No está el aire propicio para cantar tus labios,
tu nuca en desacuerdo con las leyes de física
ni tu pecho de interna geografía afectuosa.
Las tijeras gorjean mejor que las calandrias
y no vuelven ya nunca si remontan el vuelo
y aquí en mi cercanía tres libros se aproximan,
abiertos en la página donde muere una reina.

Qué dulce despertar el del amor que existe
y qué existencia clara la del ojo que duerme,
velado por las alas remotas de los párpados.

Pétalos de difuntas miradas, llueven, llueven
y llueven, llueven, llueven. Me sepultan los pies,
las rodillas, el vientre, la cintura, los hombros.
Van a enterrarme vivo; van a enterrarme vivo…

No está el aire propicio para soñar contigo.




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lunes, 9 de marzo de 2009

Vicente Aleixandre: Besos surrealistas

Un niño malagueño feliz era Vicente Aleixandre (1898-1984), a cuya infancia y lugar llamó “El Paraíso”. Hijo de ingeniero ferrocarrilero, de familia acomodada e itinerante: pasaron de Sevilla, donde nació Vicente, a Málaga, hacia 1900, y finalmente en 1909 los Aleixandre se instalaron en Madrid.

Vicente Aleixandre bien pudo haber sido abogado mercantil. De hecho lo fue, e incluso en su juventud fue profesor en la Escuela de Comercio de Madrid. Pero el destino tenía escrito que conociera a Dámaso Alonso en 1917.

Dámaso fue como su mentor literario, y en cierta forma lo preparó para integrarse a esa brillante constelación poética conocida como Generación del 27, de la que Aleixandre llegó a ser una de sus grandes luminarias.

Cuando a Vicente Aleixandre le fue otorgado el Premio Nobel en 1977, hay que pensar que simbólicamente se premió también con ello a todos los poetas de su generación.

Hacia 1930 Aleixandre enferma de gravedad. A consecuencia de una tuberculosis le tienen que extirpar un riñón, y el resto de sus días se ve obligado a llevar una vida de reposo y atención médica continua. Imagina: ¡estaba en sus treintas!

Ignoro si esto explica el hecho de que haya sido el único poeta de su generación que permaneció en España después de la Guerra Civil, pero sí nos aclara que escribir poesía se haya convertido para él en una profunda necesidad existencial. Y explica también en parte lo prolífico de su obra.

¿Transición de la poesía pura a la poesía surrealista? Los eruditos dirán. Repasa tú la obra de Vicente Aleixandre: encontrarás incontables poemas intensos, y bellísimos.

Yo no sé si los besos voladores son surrealistas. Sé que hay besos que te hacen volar, y que por consiguiente te elevan de la realidad. Quizás los besos sean como las aves: todos son de distintos plumajes, y los hay que vuelan alto, que vuelan lejos o que no se levantan del piso.

Hay besos que duran toda la vida, aunque sólo durasen un beso; otros besos se recuerdan por la continuidad de los besos, hasta que sin darte cuenta pasan a formar parte de ti. Los besos son sabios y son tontos, y nos dejan estúpidos porque saben más.

Y como hubiera dicho el poeta: un beso dice más que mil palabras…


[Gonzalo Vélez]



Los besos
autor: Vicente Aleixandre

No te olvides, temprana, de los besos un día.
De los besos alados que a tu boca llegaron.
Un instante pusieron su plumaje encendido
sobre el puro dibujo que se rinde entreabierto.

Te rozaron los dientes. Tú sentiste su bulto,
en tu boca latiendo su celeste plumaje.
Ah, redondo tu labio palpitaba de dicha.
¿Quien no besa esos pájaros cuando llegan, escapan?

Entreabierta tu boca vi tus dientes blanquísimos.
Ah, los picos delgados entre labios se hunden.
Ah, picaron celestes, mientras dulce sentiste
que tu cuerpo ligero, muy ligero, se erguía.

¡Cuán graciosa, cuán fina, cuán esbelta reinabas!
Luz o pájaros llegan, besos puros, plumajes.
Y oscurecen tu rostro con sus alas calientes,
que te rozan. Revuelan, mientras ciega tú brillas.

No lo olvides. Felices, mira, van, ahora escapan.
Mira: vuelan, ascienden, el azul los adopta.
Suben altos, dorados. Van calientes, ardiendo.
Gimen, cantan, esplenden. En el cielo deliran.




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viernes, 6 de marzo de 2009

Pedro Salinas en pos de la luz

Escribir poesía sobre el amor exige una delicadeza digna de un neurocirujano al operar a un paciente con la tapa de los sesos abierta y el cerebro expuesto.

La gente que se enamora cree que descubre todo por primera vez, y en ese trance endorfínico en el que la persona enamorada pierde las nociones del mundo exterior y nada le importa más que sólo ver su enamoramiento, escribir sobre el amor puede desbordarse fácilmente al inmenso territorio de la cursilería.

Si en general asociamos al romanticismo, aunque sea en términos burdos, con un alma sensible y solitaria que contrapone su espíritu heroico a fuerzas descomunales y oscuras que se le enfrentan, como la naturaleza indómita o el desamor, etcétera, entonces el poeta español Pedro Salinas (1891-1951) es instintivamente anti-romántico.

Su brillante trayectoria como académico –Lector de Español en la Sorbona y en Cambridge, y luego en América catedrático en la Universidad John Hopkins y en la Universidad de Puerto Rico– sólo parece constatar esa vocación hacia la luz, y quizás sería fácil imaginarlo como un “carácter apolíneo”, si es que tal cosa existe.

En la poesía de Pedro Salinas el amor no aparece como sufrimiento, sino como una fuerza vital iluminadora que guía los pasos del poeta, o de quien esté vivo, a través del juego que es la vida. Por eso, en opinión de Luis Cernuda, para Pedro Salinas el arte es un juego.

Acaso lo mejor de la poesía amorosa de Pedro Salinas se encuentre en sus libros publicados antes de la Guerra Civil. En 1936 se exilia voluntariamente en Estados Unidos, de donde no habría de regresar. Las secuelas de la guerra y su permanencia en ese país lo impactaron profundamente:

Conozco la gran paradoja: que en los cubículos de los laboratorios, celebrados templos del progreso, se elabora del modo más racional la técnica del más infinito regreso del ser humano: la vuelta del ser al no ser.

Este poema, de Todo más claro (1949), su último libro publicado en vida, da cuenta de la pulsión lumínica a la que me refiero: optimismo que las más negras nubes fueron incapaces de opacar.

El título remite al célebre poema místico de San Juan de la Cruz, En una noche oscura…, en el que (desde esa lectura mística) el alma sale, “en ansias inflamada”, de su aposento en busca de la luz de la divinidad.

Fíjate cómo aquí el trance dramático a través de las tinieblas se enfatiza con la terminación aguda (o sea acento en la última sílaba del verso, lo que exige a continuación una pausa o silencio) en la mayoría de los heptasílabos (siete sílabas) de este poema.


[Gonzalo Vélez]



En ansias inflamada
autor: Pedro Salinas

¡Tinieblas, más tinieblas!
Sólo claro el afán.
No hay más luz que la luz
que se quiere, el final.
Nubes y nubes llegan
creciendo oscuridad.
Lo azul, allí, radiante,
estaba, ya no está.
Se marchó de los ojos,
vive sólo en la fe
de un azul que hay detrás.
Avanzar en tinieblas,
claridades buscar
a ciegas. ¡Qué difícil!
Pero el hallazgo, así,
valdría mucho más.
¿Será hoy, mañana, nunca?
¿Será yo el que la encuentre
o ella me encontrará?
¿Nos buscamos o busca
sólo mi soledad?
Retumban las preguntas
y los ecos contestan:
“Azar, azar, azar.”
¡Y ya no hay que arredrarse:
ya es donación la vida,
es entrega total
a la busca del signo
que la flor ni la piedra
nos quieren entregar!
¡Tensión del ser completo!
¡Totalidad! Igual
al gran amor en colmo
buscando claridad
a través del misterio
nunca bastante claro
por desnudo que esté,
de la carne mortal.



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lunes, 2 de marzo de 2009

Federico García Lorca: Un poema erótico

Federico García Lorca (1898-1936) es de esos poetas que no requieren presentación. ¿O sí?
Lorca tiene el infortunio de que su biografía se presta para convertir fácilmente su imagen en símbolo de usos múltiples: poeta homosexual y víctima de la guerra civil española.

Así encasillado, la imagen construida del poeta puede pesar por encima de su poesía. Digamos: “¡Oh, el gran García Lorca!”, o bien: “¡Pobre Federico, tan mártir!” Eso nos bastaría, y acaso bastaría también para pasar por alto uno de los más bellos corpus poéticos que se hayan escrito jamás en nuestra lengua.

Por ejemplo este yo diría sublime poema erótico, de Romancero gitano, cuya fuerza es capaz de demoler prejuicios en cuanto al anodino tema de la preferencia sexual de alguien.

La musicalidad intrínseca y el lenguaje sencillo, coloquial, son tal vez los elementos más inmediatos de toda la poesía de Lorca, y por supuesto están presentes aquí. Pero además, en “La casada infiel” se conjuga un particular tono narrativo que le confiere gran dramatismo al suceso erótico.

(La nota técnica: fíjate como este dramatismo se acentúa con la alternancia de un verso libre con una rima asonante en “-i-o-”. Esta regularidad va acorde con la regularidad de los octosílabos, en todos los versos menos en los tres primeros, que son de nueve, ocho y siete sílabas, y cuyo efecto es similar al de un acorde musical introductorio, por ejemplo de una guitarra.)

Es como si la tensión poética se generara por la contraposición de la rima, propia de la poesía,
con una necesidad prosística de relatar apasionadamente un suceso humano profundo y, digamos, universal.

Imaginemos, pues, al señorito que en una pequeña ciudad al atardecer ha conocido a una guapa chica que se prendó de él, y se la llevó al río creyendo que era mozuela, pero tenía marido…


[Gonzalo Vélez]



La casada infiel
autor: Federico García Lorca

a Lydia Cabrera y a su negrita

Y que yo me la llevé al río
creyendo que era mozuela,
pero tenía marido.

Fue la noche de Santiago
y casi por compromiso.
Se apagaron los faroles
y se encendieron los grillos.
En las últimas esquinas
toqué sus pechos dormidos,
y se me abrieron de pronto
como ramos de jacintos.
El almidón de su enagua
me sonaba en el oído,
como una pieza de seda
rasgada por diez cuchillos.
Sin luz de plata en sus copas
los árboles han crecido
y un horizonte de perros
ladra muy lejos del río.

*

Pasadas las zarzamoras,
los juncos y los espinos,
bajo su mata de pelo
hice un hoyo sobre el limo.
Yo me quité la corbata.
Ella se quitó el vestido.
Yo el cinturón con revólver.
Ella sus cuatro corpiños.
Ni nardos ni caracolas
tienen el cutis tan fino,
ni los cristales con luna
relumbran con ese brillo.
Sus muslos se me escapaban
como peces sorprendidos,
la mitad llenos de lumbre,
la mitad llenos de frío.
Aquella noche corrí
el mejor de los caminos,
montado en potra de nácar
sin bridas y sin estribos.
No quiero decir, por hombre,
las cosas que ella me dijo.
La luz del entendimiento
me hace ser muy comedido.
Sucia de besos y arena
yo me la llevé del río.
Con el aire se batían
las espadas de los lirios.

Me porté como quién soy.
Como un gitano legítimo.
Le regalé un costurero
grande, de raso pajizo,
y no quise enamorarme
porque teniendo marido
me dijo que era mozuela
cuando la llevaba al río.




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