jueves, 8 de enero de 2009

José Gorostiza y la putilla del rubor helado

Una época como la actual, que gusta de agrupar todo cuanto existe en listas ordenadas del tipo: “Los 100 mejores…”, debe incluir necesariamente a Muerte sin fin dentro de su top ten de los grandes poemas del siglo veinte.

Su autor, el poeta mexicano José Gorostiza (1901-1973), fue quizás el más discreto de los poetas agrupados por la revista Contemporáneos (1928-1931). Llevó una vida reservada, primeramente como académico de Filosofía y Letras, luego como miembro del servicio diplomático.
En tanto poeta perseguía la musicalidad en la sencillez; abundan sus canciones y bailes. Y aunque en general escribió poemas breves, la excepción es esta obra magna.

Muerte sin fin: poema extenso que es a la vez una partitura y un coqueteo con la muerte, mientras la voz poética baila y se pregunta cómo es posible que el alma exista dentro del cuerpo.

La respuesta es este impactante escrito: el alma es como el agua, que para tener forma necesita algo que la contenga, por ejemplo un vaso. Igual el alma, que tiene que estar dentro de un cuerpo. Por eso: “Lleno de mí, sitiado en mi epidermis…” quiere decir que yo soy lo que habita mi cuerpo, pero al mismo tiempo el cuerpo es mi prisión.

No caben aquí imágenes memorables, como la “algarabía de pájaros en desbandada”, o el diablo tocando a la puerta en ese baile que es la Danza de la Muerte, alias “putilla del rubor helado”. Léelo completo cuando puedas; van aquí sólo algunos fragmentos, comenzando con el célebre inicio.

[Gonzalo Vélez]


Muerte sin fin
autor: José Gorostiza

Lleno de mí, sitiado en mi epidermis
por un dios inasible que me ahoga,
mentido acaso
por su radiante atmósfera de luces
que oculta mi conciencia derramada,
mis alas rotas en esquirlas de aire,
mi torpe andar a tientas por el lodo;
lleno de mí –ahíto– me descubro
en la imagen atónita del agua,
que tan sólo es un tumbo inmarcesible,
un desplome de ángeles caídos
a la delicia intacta de su peso,
que nada tiene
sino la cara en blanco
hundida a medias, ya, como una risa agónica,
en las tenues holandas de la nube
y en los funestos cánticos del mar
–más resabio de sal o albor de cúmulo
que sola prisa de acosada espuma.
No obstante –oh paradoja– constreñida
por el rigor del vaso que la aclara,
el agua toma forma.

(…)

Ay, pero el agua,
ay, si no luce a nada.

Sabe a luz, a luz fría,
sí, la manzana.
¡Qué amanecida fruta
tan de mañana!
¡Qué anochecido sabes,
tú, sinsabor!
¡cómo pica en la entraña
tu picaflor!

Sabe la muerte a tierra,
la angustia a hiel.
Este morir a gotas
me sabe a miel.

Ay, pero el agua,
ay, si no sabe a nada.

[BAILE]

Pobrecilla del agua,
ay, que no tiene nada,
ay, amor, que se ahoga,
ay, en un vaso de agua.

(…) [y el final:]

Desde mis ojos insomnes
mi muerte me está acechando,
me acecha, sí, me enamora
con su ojo lánguido.
¡Anda putilla del rubor helado,
anda, vámonos al diablo!






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