El Romanticismo surgió como respuesta o consecuencia de un orden de ideas que no había existido antes. La filantrópica ingenuidad del siglo dieciocho había sido como colocar juntas diversas ideas inflamables en un precario laboratorio de los que improvisaban entonces, y luego acercarle una flama.
¡¡¡Bum!!!
Eso fue la Revolución francesa.
Luego siguió el Terror. Luego Napoleón. Luego las guerras europeas en contra de Napoleón. (En España volvió al trono el rey miope y timorato que había entonces, execrable por ser el responsable de la fragmentación de los países españoles, o sea todos nosotros, incluidos los países dentro de España.)
Lo que resultó de tanta agitación, entre otras cosas, fue que la noción de súbdito había quedado obsoleta. La nueva persona, burguesa, era un ciudadano consciente de su propia individualidad. Y ésa era una noción, una forma de vida o de estar en la vida, totalmente inédita, a cuya veloz vanguardia pronto se ubicaron los artistas.
Ese amanecer en un mundo distinto caracterizó a la generación de José de Espronceda (1808-1842), nacido en Badajoz, Extremadura, España. Y efectivamente nuestro poeta fue precoz para sus pasiones, libertarias y libertinas. A los 15 o 16 años había fundado ya con camaradas suyos una “sociedad secreta” patriótica, pero las autoridades los sorprendieron y los encarcelaron a todos en un convento-prisión. Él salió muy pronto gracias a las influencias de su padre, pero tuvo que abandonar el país.
Llegó así con 18 años de edad a Lisboa, refugio de otros españoles liberales. Ahí se enamoró perdida y correspondidamente de una joven dos años menor que él, Teresa Mancha, la cual partió con su familia a Londres. Espronceda fue detrás de ella.
Pero de Londres, siguiendo sus anhelos (románticos) de cambiar al mundo, pasó a Holanda y luego subrepticiamente a París, donde probablemente combatió en las barricadas en la revolución de julio de 1830. De ahí, incursionó infructuosamente en España como miliciano, con un grupo de guerrilleros. Y quizás fue la derrota lo que le hizo acordarse de su amada.
Cuando regresó a Inglaterra, un poco tarde, los padres de Teresa la habían casado por motivos económicos con un comerciante vizcaíno establecido en Londres. Sin embargo, imagina cuál habrá sido su reencuentro, que a los cuantos días los amantes se fugaron.
Quién sabe dónde estuvieron a partir de 1831, pero en 1833 se decretó amnistía general en España, y la pareja llegó a vivir a Madrid, que sería el escenario de dramáticas y por demás intensas situaciones del corazón. Teresa murió de tuberculosis en 1839. Espronceda comenzó entonces una carrera política, truncada por su muerte a los 34 años de edad, en 1842.
Este poema es propiamente una canción, por el estribillo que se intercala entre cada repetición de una misma estructura de versos, en este caso de ocho sílabas, o bien de cuatro, para acelerar el ritmo. Y se trata de un estribillo que retumbó en la cabeza de quien esto escribe como desde los 10 años de edad hasta largo tiempo después, cuando supo asociar el recuerdo infantil con José de Espronceda.
Pero más que una serie de versos recordados a medias, creo que la influencia que nos dejó estaba más en el contenido: en ese idealizado pirata anarca, súbdito y vasallo de nadie más que de sí mismo; dueño si no de su destino sí de las velas de su bajel, versátil y rapidísimo.
[Anotaciones acaso convenientes: bajel: barco; rielar: reflejar una luz temblorosa; lona: vela de ese material; aquilones: vientos que soplan del norte. La diéresis en “rïela” indica que la “i” y la “e” (o sea el diptongo) han de pronunciarse como sílabas separadas; es decir: “ri-e-la”, y no “rie-la”.]
[Gonzalo Vélez]
Canción del pirata
autor: José de Espronceda
Con diez cañones por banda,
viento en popa, a toda vela,
no corta el mar, sino vuela
un velero bergantín.
Bajel pirata que llaman,
por su bravura, el Temido,
en todo mar conocido
del uno al otro confín.
La luna en el mar rïela,
en la lona gime el viento,
y alza en blando movimiento
olas de plata y azul;
y va el capitán pirata,
cantando alegre en la popa,
Asia a un lado, al otro Europa,
y allá a su frente Estambul:
«Navega, velero mío,
sin temor,
que ni enemigo navío
ni tormenta, ni bonanza
tu rumbo a torcer alcanza,
ni a sujetar tu valor.
Veinte presas
hemos hecho
a despecho
del inglés,
y han rendido
sus pendones
cien naciones
a mis pies.
Que es mi barco mi tesoro,
que es mi dios la libertad,
mi ley, la fuerza y el viento,
mi única patria, la mar.
Allá muevan feroz guerra
ciegos reyes
por un palmo más de tierra;
que yo aquí tengo por mío
cuanto abarca el mar bravío,
a quien nadie impuso leyes.
Y no hay playa,
sea cualquiera,
ni bandera
de esplendor,
que no sienta
mi derecho
y dé pecho
a mi valor.
Que es mi barco mi tesoro,
que es mi dios la libertad,
mi ley, la fuerza y el viento,
mi única patria, la mar.
A la voz de «¡barco viene!»
es de ver
cómo vira y se previene
a todo trapo a escapar;
que yo soy el rey del mar,
y mi furia es de temer.
En las presas
yo divido
lo cogido
por igual;
sólo quiero
por riqueza
la belleza
sin rival.
Que es mi barco mi tesoro,
que es mi dios la libertad,
mi ley, la fuerza y el viento,
mi única patria, la mar.
¡Sentenciado estoy a muerte!
Yo me río;
no me abandone la suerte,
y al mismo que me condena,
colgaré de alguna entena,
quizá en su propio navío.
Y si caigo,
¿qué es la vida?
Por perdida
ya la di,
cuando el yugo
del esclavo,
como un bravo,
sacudí.
Que es mi barco mi tesoro,
que es mi dios la libertad,
mi ley, la fuerza y el viento,
mi única patria, la mar.
Son mi música mejor
aquilones,
el estrépito y temblor
de los cables sacudidos,
del negro mar los bramidos
y el rugir de mis cañones.
Y del trueno
al son violento,
y del viento
al rebramar,
yo me duermo
sosegado,
arrullado
por el mar.
Que es mi barco mi tesoro,
que es mi dios la libertad,
mi ley, la fuerza y el viento,
mi única patria, la mar.»
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martes, 5 de mayo de 2009
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