lunes, 11 de mayo de 2009

José Zorrilla y el Más Allá

La pugna violenta y constante entre las facciones liberales y las facciones conservadoras de la política marcó el siglo diecinueve de la gran mayoría de los países de habla hispana, España incluida.

José Zorrilla (1817-1893) se consideraba a sí mismo conservador a ultranza. Su padre tuvo que exiliarse en 1833, a la muerte del rey Fernando VII. Pero como José quería ser escritor, y no dedicarse a algo de provecho, su padre lo desheredó. Y este suceso fue un estigma toda su vida.

Zorrilla se dio a conocer en 1837. El gran intelectual español de la primera mitad del siglo, Mariano José de Larra, se había suicidado a los 27 años de edad, y ante su tumba los principales literatos de la época recitaron poemas escritos especialmente para la ocasión. Y los del joven de veinte años fueron los más aclamados.

Un tiempo salió de España y se instaló en México, llegando a ser cercano del emperador Maximiliano, cuando la intervención europea en ese país. En algún sitio comenta haber ido a ver una lamentable puesta de su Tenorio, donde el Don Juan habría hablado en otomí, según su virulenta crónica.

Con la deposición de Maximiliano, Zorrilla volvió a su país, y continuó su vida de estrecheces económicas. Apenas hasta su muerte fue reconocido (igual por liberales y conservadores) como el notable escritor que es.

Para expresar su nostalgia, impostada o no, por épocas pasadas que habrían sido mejores, por qué no habrían de recurrir en España los románticos al romance, que finalmente es una forma literaria surgida en la Edad Media y muy propia de nuestra lengua.

Sólo muchos años más tarde adquirió el romance sus connotaciones amorosas, e incluso actualmente hasta de aventura sexual extramarital. Pero antes que eso significaba la figura poética siguiente: para cada cuatro versos, el verso 1 y el verso 3 no riman, mientras que el 2 y el 4 tienen rima asonante.

Por lo demás, la gran mayoría de las veces se emplean versos octosílabos. ¿Por qué? Porque es un aliento muy práctico para contar algo, que es precisamente lo que los romances hacen. Recordemos que los primeros romances propiamente dichos fueron cantares de gesta y libros de caballerías.

Fíjate como el poema se vuelve muy discursivo, muy favorable para la narración, pero al mismo tiempo el ritmo estricto, con pocas variaciones en las sílabas donde pueden caer los acentos, pero sobre todo la rima sutil, bastante diluida, le dan al romance su carácter tan particular.

En vez de una mítica Edad Media, Zorrilla se remonta aquí a la época de las guerras de Flandes, ocurridas tres siglos atrás, con las que España buscaba consolidar su hegemonía en los Países Bajos. Siendo el teatro la veta principal del autor de Don Juan Tenorio, sus poemas históricos conservan esa intensidad dramática que invita a leerlos en voz alta, y se prolongan a lo largo de varios actos.

“A buen juez mejor testigo”, por ejemplo, tiene seis actos y un epílogo. Como en otras de sus obras, a José Zorrilla le interesaban el tema del honor (es decir, básicamente el valor de la palabra empeñada) y el de la justicia, con esa fe tan nuestra en que siempre habrá una instancia superior que al final ajustará las cuentas de todas las acciones humanas.

En este caso, el honor es el de Inés de Vargas, y consistía (en esa época tan rígida en la que en general todos en todo el mundo se tomaban todo tan en serio), en que Diego Martínez, noble soldado que estaba a punto de salir rumbo a Flandes, había jurado solemnemente casarse con ella al regresar de la guerra, haciendo el voto correspondiente a los pies del Cristo de la Vega, que se encuentra en las cercanías de Toledo.

La justicia que se busca es que tres años después, cuando el mozo de alcurnia está ya de vuelta en Toledo, finge no reconocerla. Entonces Inés, despechada, y podemos imaginar que acaso un tanto histérica, acude con Pedro de Alarcón, autoridad máxima de Toledo, quien funge como juez en estos casos.

Inés le relata la historia. Don Pedro le pregunta si tiene testigos, pero no los hay. Aunque de pronto Inés recuerda que efectivamente sí hubo un testigo, que fue el propio Cristo de la Vega. Entonces, en el acto VI, toda una comitiva (Iván de Vargas es el padre de Inés) acude hasta donde está la imagen, para proseguir ahí el juicio, y justo aquí es donde arranca el fragmento de este poema, que de hecho es donde termina (excluyendo al epílogo).

El toque sobrenatural, otro elemento romántico, es aplicado aquí por José Zorrilla con una exquisita elegancia.


[Gonzalo Vélez]



A buen juez mejor testigo (fragmento)
autor: José Zorrilla

VI
(…)
Vienen delante don Pedro
de Alarcón, Iván de Vargas,
su hija Inés, los escribanos,
los corchetes y los guardias;
y detrás, monjes, hidalgos,
mozas, chicos y canalla.
Otra turba de curiosos
en la Vega les aguarda,
cada cual comentariando
el caso según le cuadra.
Entre ellos está Martínez
en apostura bizarra,
calzadas espuelas de oro,
valona de encaje blanca,
bigote a la borgoñesa,
melena desmelenada,
el sombrero guarnecido
con cuatro lazos de plata,
un pie delante del otro,
y el puño en el de la espada.
Los plebeyos, de reojo,
le miran de entre las capas,
los chicos al uniforme
y las mozas a la cara.
Llegado el gobernador
y gente que le acompaña,
entraron todos al claustro
que iglesia y patio separa.
Encendieron ante el Cristo
cuatro cirios y una lámpara
y de hinojos un momento
le rezaron en voz baja.
Está el Cristo de la Vega
la cruz en tierra posada,
los pies alzados del suelo
poco menos de una vara;
hacia la severa imagen
un notario se adelanta
de modo que con el rostro
al pecho santo llegaba.
A un lado tiene a Martínez,
a otro lado a Inés de Vargas,
detrás al gobernador
con sus jueces y sus guardias.
Después de leer dos veces
la acusación entablada,
el notario a Jesucristo,
así demandó en voz alta:
Jesús, Hijo de María,
ante nos esta mañana,
citado como testigo
por boca de Inés de Vargas,
¿juráis ser cierto que un día
a vuestras divinas plantas
juró a Inés Diego Martínez
por su mujer desposarla?
Asida a un brazo desnudo
una mano atarazada
vino a posar en los autos
la seca y hendida palma,
y allá en los aires: “¡Sí, juro!”
clamó una voz más que humana.
Alzó la turba medrosa
la vista a la imagen santa…
Los labios tenía abiertos
y una mano desclavada.



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