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viernes, 15 de mayo de 2009

Rosalía de Castro en primavera

Ser protagonista principal del llamado resurgimiento, o rexurdimento, de la literatura en lengua gallega en el siglo diecinueve no habría sido poco mérito. Pero además, Rosalía de Castro (1837-1885), nacida el mismo año del suicidio de Larra, fue una de las figuras más relevantes del romanticismo español.

Por sus orígenes, bien podría pensarse en una personalidad desgarrada y tortuosa, propia del sentimiento romántico que era el espíritu de su época. Su madre la concibió estando soltera, y además, quizás cosa más escandalosa para la época, su padre fue un sacerdote.

Por las circunstancias, supongo, creció con unas tías hasta que su madre pudo hacerse cargo de ella, y para 1850, a sus trece años, estaba ya viviendo de vuelta en su natal Santiago de Compostela. Y ahí recibió una educación esmerada, acaso algo que en aquellas fechas tampoco era muy común para una mujer.

Sin embargo no fue así.
Es decir: en su vida no hubo nada de desgarramientos del espíritu ni de torturas necrófilas ni de soledades desoladas ni de desfases con el mundo.

Más bien al contrario. Se casó con un buen hombre, Manuel Murguía, escritor y funcionario, quien le dio siete hijos y un matrimonio feliz, además de apoyarla completamente en su vocación literaria. Al parecer, nada le faltó.

Además, sus novelas y libros de poesía encontraron durante su vida relativo éxito lo mismo en Madrid que en Galicia, Cataluña y Cuba.

Entonces, el romanticismo poético de Rosalía de Castro carece más bien de desbordes de la pasión, y me resulta más parecido a ciertas atmósferas de paisajes del impresionismo en pintura. En efecto, sus poemas, en su gran mayoría breves, como pequeñas gemas, suelen referirse a la naturaleza, ya sea describiéndola o relacionándola como analogía con alguna sensación íntima.

Y en general la voz poética se muestra predominantemente ecuánime y satisfecha, peculiarmente lejos de la religión, incluso de panteísmos, y más cerca de una conciencia individual que percibe y describe el mundo desde su visión única, empleando para ello un lenguaje pulcro pero directo, evadiendo retóricas, mitologías y demás complicaciones.

Con una extensión algo mayor al aliento breve usual de Rosalía de Castro, “Estaciones” es ilustrativo al respecto, y nos lleva, más que a reflexionar, a sentirnos en diversas etapas de la vida.


[Gonzalo Vélez]



Estaciones
autora: Rosalía de Castro

Adivínase el dulce y perfumado
calor primaveral;
los gérmenes se agitan en la tierra
con inquietud en su amoroso afán,
y cruzan por los aires, silenciosos,
átomos que se besan al pasar.
Hierve la sangre juvenil; se exalta
lleno de aliento el corazón, y audaz
el loco pensamiento sueña y cree
que el hombre es, cual los dioses, inmortal.
No importa que los sueños sean mentira,
ya que al cabo es verdad
que es venturoso el que soñando muere,
infeliz el que vive sin soñar.
¡Pero qué aprisa en este mundo triste
todas las cosas van!
¡Que las domina el vértigo creyérase!…
la que ayer fue capullo, es rosa ya,
y pronto agostará rosas y plantas
el calor estival.
Candente está la atmósfera;
explora el zorro la desierta vía:
insalubre se torna
del limpio arroyo el agua cristalina,
el pino aguarda inmóvil
los besos inconstantes de la brisa.
Imponente silencio
agobia la campiña;
sólo el zumbido del insecto se oye
en las extensas y húmedas umbrías;
monótono y constante
como el sordo estertor de la agonía.
Bien pudiera llamarse, en el estío,
la hora del mediodía,
noche en que al hombre de luchar cansado
más que nunca le irritan,
de la materia la imponente fuerza
y del alma las ansias infinitas.
Volved, ¡oh, noches de invierno frío,
nuestras viejas amantes de otros días!
Tornad con vuestros hielos y crudezas
a refrescar la sangre enardecida
por el estío insoportable y triste…
¡Triste!… ¡Lleno de pámpanos y espigas!
Frío y calor, otoño o primavera,
¿dónde…, dónde se encuentra la alegría?
Hermosas son las estaciones todas
para el mortal que en sí guarda la dicha;
mas para el alma desolada y huérfana,
no hay estación risueña ni propicia.


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viernes, 8 de mayo de 2009

Duque de Rivas, herido por fuera y por dentro

El romanticismo español está marcado por la invasión de Napoleón y la regencia francesa en la Península Ibérica en la segunda década del siglo diecinueve, lo que terminó significando la fragmentación política de la geografía de la lengua española.

Ángel Saavedra (1791-1865), mejor conocido como Duque de Rivas, titulo que heredaría, representó una especie de puente entre el neoclasicismo desmoronado y la sensibilidad del nuevo siglo, romántica. Pertenecía, en efecto, a la alta nobleza, pero su mentalidad era liberal-progresista (aunque no tanto, ma non tropo, supongo).

Cuando Fernando VII fue restaurado en la fatídica década de los veinte, el Duque de Rivas tuvo que exilarse, por conspirador, viviendo en distintos países europeos, sobre todo en Malta, donde permaneció cinco años.

Con la amnistía de 1833, nuestro duque regresó a España, donde participó el resto de su vida en la política. Entre otros cargos, fue presidente de la Real Academia Española de la Lengua.

Si bien se distinguió como dramaturgo, sobre todo con Don Álvaro o La fuerza del sino, en su prolífica obra cultivó varios géneros. Le interesaban los temas históricos como muestras de un pasado ideal al que convendría regresar, la lealtad y el honor como medida del individuo, y el amor apasionado e intenso. En el Duque de Rivas encarna, en fin, de manera típica, la sensibilidad romántica en la literatura española.

Los fusilamientos de mayo de 1808 que Goya pintó ocurrieron a causa de la invasión francesa. En esa guerra, precisamente, combatió el Duque de Rivas, como capitán de caballería ligera. Fue herido un año después en Ontígola, y, fuera de combate, sólo le quedó presenciar desamparado cómo España se perdía ante Napoleón.

Podemos imaginar al joven duque arrastrando sus heridas y su derrota tras la batalla, y llegar a un pueblo donde una joven “hermosísima” le ofrecía cura y hospedaje. Las que lleva en su cuerpo son “once heridas mortales”, pero la herida espiritual es más dolorosa y profunda, y sólo se cura pacientemente con amor. Con amor sensual carnal, como entendía el Duque.

El valiente soldado herido, que resistió a Marte, el dios de la guerra, se ve ahora inerme ante las flechas del dios del amor, aunque éste apenas sea un niño, un “rapaz”. Al final de la historia, tanto tú como yo podemos preguntarnos qué le habrá respondido la hermosa Filena al Duque, y dejar que nuestra fantasía se ocupe de lo que a ambos les habrá ocurrido después, aquella misma noche.


[Gonzalo Vélez]



“Con once heridas mortales…”
autor: Duque de Rivas

Con once heridas mortales,
hecha pedazos la espada,
el caballero sin aliento
y perdida la batalla,

manchado de sangre y polvo,
en noche oscura y nublada,
en Ontígola vencido
y deshecha mi esperanza,

casi en brazos de la muerte
el laso potro aguijaba
sobre cadáveres yertos
y armaduras destrozadas.

Y por una oculta senda
que el Cielo me depara,
entre sustos y congojas
llegar logré a Villacañas.

La hermosísima Filena,
de mi desastre apiadada,
me ofreció su hogar, su lecho
y consuelo a mis desgracias.

Registróme las heridas,
y con manos delicadas
me limpió el polvo y la sangre
que en negro raudal manaban.

Curábame las heridas,
y mayores me las daba;
curábame el cuerpo,
me las causaba en el alma.

Yo, no pudiendo sufrir
el fuego en que me abrazaba,
díjele: “Hermosa Filena,
basta de curarme, basta.

Más crueles son tus ojos
que las polonesas lanzas:
ellas hirieron mi cuerpo
y ellos el alma me abrasan.

Tuve contra Marte aliento
en las sangrientas batallas,
y contra el rapaz Cupido
el aliento ahora me falta.

Deja esa cura, Filena;
déjala, que más me agravas;
deja la cura del cuerpo,
atiende a curarme el alma”.



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martes, 5 de mayo de 2009

José de Espronceda, "por su bravura, el Temido"

El Romanticismo surgió como respuesta o consecuencia de un orden de ideas que no había existido antes. La filantrópica ingenuidad del siglo dieciocho había sido como colocar juntas diversas ideas inflamables en un precario laboratorio de los que improvisaban entonces, y luego acercarle una flama.

¡¡¡Bum!!!
Eso fue la Revolución francesa.
Luego siguió el Terror. Luego Napoleón. Luego las guerras europeas en contra de Napoleón. (En España volvió al trono el rey miope y timorato que había entonces, execrable por ser el responsable de la fragmentación de los países españoles, o sea todos nosotros, incluidos los países dentro de España.)

Lo que resultó de tanta agitación, entre otras cosas, fue que la noción de súbdito había quedado obsoleta. La nueva persona, burguesa, era un ciudadano consciente de su propia individualidad. Y ésa era una noción, una forma de vida o de estar en la vida, totalmente inédita, a cuya veloz vanguardia pronto se ubicaron los artistas.

Ese amanecer en un mundo distinto caracterizó a la generación de José de Espronceda (1808-1842), nacido en Badajoz, Extremadura, España. Y efectivamente nuestro poeta fue precoz para sus pasiones, libertarias y libertinas. A los 15 o 16 años había fundado ya con camaradas suyos una “sociedad secreta” patriótica, pero las autoridades los sorprendieron y los encarcelaron a todos en un convento-prisión. Él salió muy pronto gracias a las influencias de su padre, pero tuvo que abandonar el país.

Llegó así con 18 años de edad a Lisboa, refugio de otros españoles liberales. Ahí se enamoró perdida y correspondidamente de una joven dos años menor que él, Teresa Mancha, la cual partió con su familia a Londres. Espronceda fue detrás de ella.

Pero de Londres, siguiendo sus anhelos (románticos) de cambiar al mundo, pasó a Holanda y luego subrepticiamente a París, donde probablemente combatió en las barricadas en la revolución de julio de 1830. De ahí, incursionó infructuosamente en España como miliciano, con un grupo de guerrilleros. Y quizás fue la derrota lo que le hizo acordarse de su amada.

Cuando regresó a Inglaterra, un poco tarde, los padres de Teresa la habían casado por motivos económicos con un comerciante vizcaíno establecido en Londres. Sin embargo, imagina cuál habrá sido su reencuentro, que a los cuantos días los amantes se fugaron.

Quién sabe dónde estuvieron a partir de 1831, pero en 1833 se decretó amnistía general en España, y la pareja llegó a vivir a Madrid, que sería el escenario de dramáticas y por demás intensas situaciones del corazón. Teresa murió de tuberculosis en 1839. Espronceda comenzó entonces una carrera política, truncada por su muerte a los 34 años de edad, en 1842.

Este poema es propiamente una canción, por el estribillo que se intercala entre cada repetición de una misma estructura de versos, en este caso de ocho sílabas, o bien de cuatro, para acelerar el ritmo. Y se trata de un estribillo que retumbó en la cabeza de quien esto escribe como desde los 10 años de edad hasta largo tiempo después, cuando supo asociar el recuerdo infantil con José de Espronceda.

Pero más que una serie de versos recordados a medias, creo que la influencia que nos dejó estaba más en el contenido: en ese idealizado pirata anarca, súbdito y vasallo de nadie más que de sí mismo; dueño si no de su destino sí de las velas de su bajel, versátil y rapidísimo.

[Anotaciones acaso convenientes: bajel: barco; rielar: reflejar una luz temblorosa; lona: vela de ese material; aquilones: vientos que soplan del norte. La diéresis en “rïela” indica que la “i” y la “e” (o sea el diptongo) han de pronunciarse como sílabas separadas; es decir: “ri-e-la”, y no “rie-la”.]


[Gonzalo Vélez]



Canción del pirata
autor: José de Espronceda

Con diez cañones por banda,
viento en popa, a toda vela,
no corta el mar, sino vuela
un velero bergantín.
Bajel pirata que llaman,
por su bravura, el Temido,
en todo mar conocido
del uno al otro confín.

La luna en el mar rïela,
en la lona gime el viento,
y alza en blando movimiento
olas de plata y azul;
y va el capitán pirata,
cantando alegre en la popa,
Asia a un lado, al otro Europa,
y allá a su frente Estambul:

«Navega, velero mío,
sin temor,
que ni enemigo navío
ni tormenta, ni bonanza
tu rumbo a torcer alcanza,
ni a sujetar tu valor.

Veinte presas
hemos hecho
a despecho
del inglés,
y han rendido
sus pendones
cien naciones
a mis pies.

Que es mi barco mi tesoro,
que es mi dios la libertad,
mi ley, la fuerza y el viento,
mi única patria, la mar.

Allá muevan feroz guerra
ciegos reyes
por un palmo más de tierra;
que yo aquí tengo por mío
cuanto abarca el mar bravío,
a quien nadie impuso leyes.

Y no hay playa,
sea cualquiera,
ni bandera
de esplendor,
que no sienta
mi derecho
y dé pecho
a mi valor.

Que es mi barco mi tesoro,
que es mi dios la libertad,
mi ley, la fuerza y el viento,
mi única patria, la mar.

A la voz de «¡barco viene!»
es de ver
cómo vira y se previene
a todo trapo a escapar;
que yo soy el rey del mar,
y mi furia es de temer.

En las presas
yo divido
lo cogido
por igual;
sólo quiero
por riqueza
la belleza
sin rival.

Que es mi barco mi tesoro,
que es mi dios la libertad,
mi ley, la fuerza y el viento,
mi única patria, la mar.

¡Sentenciado estoy a muerte!
Yo me río;
no me abandone la suerte,
y al mismo que me condena,
colgaré de alguna entena,
quizá en su propio navío.
Y si caigo,
¿qué es la vida?
Por perdida
ya la di,
cuando el yugo
del esclavo,
como un bravo,
sacudí.

Que es mi barco mi tesoro,
que es mi dios la libertad,
mi ley, la fuerza y el viento,
mi única patria, la mar.

Son mi música mejor
aquilones,
el estrépito y temblor
de los cables sacudidos,
del negro mar los bramidos
y el rugir de mis cañones.

Y del trueno
al son violento,
y del viento
al rebramar,
yo me duermo
sosegado,
arrullado
por el mar.

Que es mi barco mi tesoro,
que es mi dios la libertad,
mi ley, la fuerza y el viento,
mi única patria, la mar.»



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sábado, 13 de diciembre de 2008

Otro de Bécquer: ¿Volverán las oscuras…?

La verdad es que el tiempo pasa, aunque es lo menos de lo que nos queremos dar cuenta.
Al principio de la vida es difícil percibir esto. Parecería que el tiempo es tiempo, y ya. Pero resulta que el tiempo es tiempo, y todo.

El tiempo no es cualquier cosa. Se diría que no transcurre. Sobre todo hoy-en-día, que tanto nos hemos desligado de la naturaleza. Pero se nos escapa, “para nunca más volver”, como dice la canción.
Los antiguos llamaban a esto Tempus fugit: el tiempo que se va, se va, se va… ¡…y se fue!

Antes de que se inventara la luz eléctrica, el día era el día, y la noche era la noche. Hoy, ya no se sabe. O el asunto es relativo. O la hora es la hora que tú quieras.
No obstante:
El minuto que se fue, se fue. Y jamás habrá de regresar.
El mensaje es gozar el momento. Cada momento. Carpe Diem, es lo que recomendaba el poeta clásico.
O sea: disfruta el hecho de estar viv@.

Este por lo general muy conocido poema de Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870) nos refiere, en un principio, esa sensación.
Pero, al mismo tiempo, por todos lados está imbuido de sentimentalidad romántica, que, por supuesto, era la esencia del romanticismo. O sea:
El creador, el artista, en el centro del cosmos universo. Todo lo demás gira a su alrededor, y todo lo que pasa en el mundo le pasa a él. Y ya.

Fíjate en el poema:
Las cosas de la vida que llegan por temporadas, seguirán llegando.
(Bueno: hay lugares donde las golondrinas, tanto las oscuras como las claras y todas las demás, dejaron de llegar a causa de la suciedad de los aires urbanos, o porque de plano se extinguieron, es decir: las extinguimos…)

Pero la pobre ex de la voz poética del venerado Gustavo Adolfo (al menos eso es lo que la voz poética cree, o quisiera creer), habrá de sufrir (¿cómo podría no hacerlo?) con su ausencia. La de él.

Es curioso, porque lo que a la voz, o digámoslo: a Bécquer, según el poema, lo que le importa es:
a) la hermosura de ella; y
b) la dicha de él.
Y claro que no nada más a Bécquer: este poema es, precisamente, expresión de cierta sensibilidad que estaba de moda en su tiempo, o que imperaba durante el tiempo de sus breves 34 años de vida.
Sensibilidad que tod@s en la humanidad gozamos y sufrimos desde entonces, en mayor o menor medida.

Al final del poema, el amado rechazado, siguiendo esta actitud a la que hoy llamaríamos narcisista, condena a la amada que lo rechazó al peor de los suplicios que el amado rechazado puede figurarse: ¡privarla a ella del amor de él…! ¡Ingrata!
Y a continuación la condena:
“Escucha, tú que me mandaste a volar, y entérate de lo que te pierdes: nadie te volverá a amar como se ama a Dios ante el altar, ‘mudo, absorto y de rodillas’”.
¡Uy!

Pero ¿te imaginas, amiga, que un admirador tuyo crea que tú eres Dios, y que te prometa amarte “mudo, absorto y de rodillas”?
Vendría mucho mejor un amante menos divino, pero con buen discurso, que no se quede hecho un tonto, y que no permanezca de rodillas más que lo indispensable en los juegos siempre cambiantes de posiciones del amor.
¿O no?

La conclusión sería que a Bécquer le gustaba sufrir por sufrir.
¡Ah, pero la pasión: qué sabrosa es…!


Volverán las oscuras golondrinas
autor: Gustavo Adolfo Bécquer

Volverán las oscuras golondrinas
en tu balcón sus nidos a colgar,
y, otra vez, con el ala a sus cristales
jugando llamarán;
pero aquéllas que el vuelo refrenaban
tu hermosura y mi dicha al contemplar,
aquéllas que aprendieron nuestros nombres...
ésas... ¡no volverán!

Volverán las tupidas madreselvas
de tu jardín las tapias a escalar,
y otra vez a la tarde, aun más hermosas,
sus flores se abrirán;
pero aquéllas, cuajadas de rocío,
cuyas gotas mirábamos temblar
y caer, como lágrimas del día...
ésas... ¡no volverán!

Volverán del amor en tus oídos
las palabras ardientes a sonar;
tu corazón, de su profundo sueño
tal vez despertará;
pero mudo y absorto y de rodillas,
como se adora a Dios ante su altar,
como yo te he querido..., desengáñate:
¡así no te querrán!






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