lunes, 23 de febrero de 2009

Marco Antonio Montes de Oca: Último adiós

La muerte es nuestra única certeza en la vida. Por eso la muerte acaso sea nuestra única experiencia veraz. Pero realmente no vivimos nuestra propia muerte. Nosotros simplemente nos morimos, y ya. Lo que sufrimos es, en vida, la muerte de lo nuestro, de los nuestros.

La muerte es entonces otra cosa.
La muerte no es dejar de vivir: la muerte es dejar de ser.

Muerte es sentir ese vacío de algo, de alguien que era tuyo en tu corazón, y de pronto hoy ya no está.
¿Y qué hacer? Sin muerte no hay vida. Sin dolor no hay crecimiento.
Y la vida tiene que seguir.

Y la vida sigue sobre las ruinas de Babilonia.
¡Tabla rasa y que todo comience de nuevo!

La ciudad asolada a la que alude este poema repica en el sitio que fue el centro del mundo, y que dejó de serlo cuando en la historia su ciclo concluyó.
Pero al mismo tiempo lo que el poema describe es un urbanismo interior, luego de que alguna de las calamidades del destino arrasara con todo lo que había.

“Nunca estuvo tan extraño el mundo”, “me duele que la vida no me duela”, soy “un mero ataúd del corazón”, “necesito más ojos o menos lágrimas”: “contemplad, contemplad conmigo el aire negro”.

El poeta mexicano Marco Antonio Montes de Oca (1932-2009) se nos adelantó hace unos días. A él ya no le importa Babilonia ni nada.
El vacío queda en nuestras letras. El hueco, en nosotros.


[Gonzalo Vélez]



Ruina de la infame Babilonia (fragmento)
autor: Marco Antonio Montes de Oca

I
Todo se ahoga de pena
y hasta las mismas escafandras
se amoratan bajo el mar.
El pulso, lo más cierto de un río con vida,
y la sal, estatua que nace demolida,
ya no reverberan.
Un tajo súbito hiere esta latitud pasmada,
dispersa con su sombra
piedras de mi esqueleto
jamás soldadas.
¡Qué helado lugar, apenas hay buitres
y un inmenso bagazo rompe en lágrimas!
Aquí beberé agua inmóvil y verdosa,
lluvia que golpea las puertas del museo
donde los héroes se desnudan
tras el emboscado perfume de las momias.

Mi cuerpo ya no dobla espigas,
ni el rescoldo cede al yunque una sola chispa,
ni la parra sombrea el muro al rojo vivo:
está extraño el mundo
y se defiende contra el fuego que lo inventa.
Por eso más vale no acordarme,
no mirar el sitio
donde es repartida y destazada
la yema de mi juventud,
amargo sol caído
en que medran los gusanos.

Necesito más ojos o menos lágrimas,
vigor para colgarme
con ambas manos del párpado,
indómita cortina que al ser corrida,
borra las andanzas de mis pasos,
sepulta el atajo de cabras
y calma el jadeo de los belfos de mi herida,
hoy que muero aterrado, sin conciencia,
de espaldas al futuro que suele abrirse
cuando a los marinos que caminan en altamar
se les desfonda la suela del zapato.

Me duelen todos los jardines de la vida.
Me duele que la vida no me duela
como a esos topos que inflados de cascajo
llevan túneles al pedernal
y atraviesan densas fumarolas,
con todas las estrellas y los ríos
sentados en su espalda.
¡Oh mineros abrumados,
temblorosos tamemes del planeta,
contemplad, contemplad conmigo el aire negro,
las piedras que fueron un incendio
y casi una mirada!

Nunca estuvo tan extraño el mundo:
afilan los niños sus uñas en la cuna,
la barda enseña al sol los claros dientes
y la yerba piensa desde su cráneo de rocío
en campanas de barro y badajos de acero,
en armarios que se abren llenos de pústulas,
en esta hora cuya sinceridad traiciona,
pues nadie tiene certeza de lo cierto
cuando el cuerpo es un mero ataúd del corazón,
del corazón mantenido en alto
para descargarlo como piedra repentina
sobre el sueño y sus comarcas
de vidrio soplado.



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