martes, 17 de febrero de 2009

Julio Cortázar amalaba noemas

Si de llevar el lenguaje al extremo se trata (a un extremo en el sentido de algunos poemas extremos como de Oliverio Girondo), lo que de inmediato acude a la cabeza de quien esto escribe es el capítulo 68 de Rayuela, una de las principales obras del escritor argentino Julio Cortázar (1914-1984).

Aunque Rayuela no es un poema y el inmenso Julio Cortázar no es un poeta. ¿O sí? No.
Aunque Rayuela es una inmensa novela y Julio Cortázar un poeta. ¿O no? Sí.
Aunque poema es una Rayuela y el inmenso Julio poeta Cortázar. ¿O no? No.
Aunque poema Rayuela es un inmenso Cortázar, poeta de Julio. ¿O sí? Sí.
Etcétera.

De acuerdo. Sea Rayuela una novela. Pero sin duda es mucho más que eso.

La fragmentación extrema de sus capítulos, que el lector tiene que hilvanar ya sea convencionalmente o como le dé la gana, representa, creo, a través de una grandiosa construcción de lenguaje, lo siguiente:

la idea de la linealidad, de la continuidad, de la abarcabilidad de todo, pero después de que la bomba atómica, el holocausto, la teoría de la relatividad, el psicoanálisis y el existencialismo quebraron lo que la humanidad siempre creyó que era una realidad homogénea.

La idea humana de la realidad quedó, pues, reducida a una infinidad de trocitos irreconciliables de lo real. Algo así.

Y ya que hablamos ahora mismo de cosas que difícilmente se pueden poner en palabras, y donde entonces el lenguaje sólo es un acercamiento, este ¿poema? nos muestra como pocos textos la manera en que la palabra escrita es capaz de comunicar mucho más de lo que nombra.

¡Fuera filosofías y que viva la sensualidad!

Y en efecto, como a continuación verás, aunque la mayoría de las palabras no se entiendan, el contenido irradia una muy potente carga erótica.
¿No te parece?


[Gonzalo Vélez, i.m. 12/II/1984]



Rayuela. Capítulo 68
autor: Julio Cortázar

Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes. Cada vez que él procuraba relamar las incopelusas, se enredaba en un grimado quejumbroso y tenía que envulsionarse de cara al nóvalo, sintiendo cómo poco a poco las arnillas se espejunaban, se iban apeltronando, reduplimiendo, hasta quedar tendido como el trimalciato de ergomanina al que se le han dejado caer unas fílulas de cariaconcia. Y sin embargo era apenas el principio, porque en un momento dado ella se tordulaba los hurgalios, consintiendo en que él aproximara suavemente sus orfelunios. Apenas se entreplumaban, algo como un ulucordio los encrestoriaba, los extrayuxtaba y paramovía, de pronto era el clinón, la esterfurosa convulcante de las mátricas, la jadehollante embocapluvia del orgumio, los esproemios del merpaso en una sobrehumítica agopausa. ¡Evohé! ¡Evohé! Volposados en la cresta del murelio, se sentían balpamar, perlinos y márulos. Temblaba el troc, se vencían las marioplumas, y todo se resolviraba en un profundo pínice, en niolamas de argutendidas gasas, en carinias casi crueles que los ordopenaban hasta el límite de las gunfias.



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