viernes, 17 de abril de 2009

Rosa Chacel: Poesía de ida y vuelta

La caída de la República española fue como una explosión que hizo volar fuera de las fronteras a una gran cantidad de gente creativa y pensante, y la dispersó en fragmentos aislados primordialmente por todo el continente americano. El destino de Rosa Chacel y de su esposo fue similar en este sentido al de tantas personas que se vieron obligadas a unirse a la diáspora en esa malhadada época.

Si bien acaso conocemos mejor a Rosa Chacel (1898-1994) como novelista, en realidad la escritora nacida en Valladolid, España, fue una abarcante polígrafa: escribió novela, ensayo, cuento, biografía, y, claro, poesía, algo que hizo en todas las épocas de su vida, aunque sólo publicó tres poemarios (uno antes de cumplir 40, otro a los 80 y a los 94 una extensa recopilación: Poesía (1931-1991)).

Su manejo del lenguaje suele ser elegante, exigente, intelectualizado. Una de sus preocupaciones recurrentes es la de la situación de la mujer en la sociedad de su época. Pero lejos de ser partidaria de feminismos y falofobias, consideraba que la culpa de las inequidades de género debía achacarse en primer lugar a la estupidez humana, “patrimonio equitativamente repartido entre los dos sexos”.

En 1922 se casó con el pintor Timoteo Pérez Rubio, y se fueron a vivir a Roma, donde él tenía una beca; regresaron a España hasta 1927. (“Timo”, por cierto, sería responsable, algunos años después con la guerra civil, de salvar el acervo del Museo del Prado, trasladándolo a sitio seguro.)
El manuscrito de su primera novela, Estación. Ida y vuelta (1930), se lo envió Rosa Chacel al filósofo José Ortega y Gasset para que considerara publicarlo; esto le abrió las puertas de la Revista de Occidente que él dirigía, y propició un acercamiento intelectual entre ambos.

Tras la derrota republicana el matrimonio partió rumbo al exilio. Se establecieron básicamente de manera alterna en Río de Janeiro y en Buenos Aires, hasta su regreso 32 años después a Madrid, en 1971. A partir de entonces Rosa Chacel recibió varios premios y nombramientos, hasta su fallecimiento en esa ciudad en 1994.

El espíritu de este poema me recuerda aquel verso de una vieja canción de John Lennon, que sugería, palabras más o palabras menos, que la vida es lo que ocurre mientras nos la pasamos ocupados haciendo otras cosas.

¿Cuál es la relación entre el momento presente en el que experimentamos nuestras experiencias y el pensamiento o recuerdo de lo experimentado? Por lo general pasamos sin ver, actuamos sin pensar, nos movemos sin sentir, vivimos sin valorar lo que hay, lo que hubo.

Y de pronto, sólo tenemos recuerdos (“polen áspero”), y los recuerdos, o sea lo que permanece en nosotros cuando lo vivido, ese “lujo de los pavos reales”, queda en el pasado, son simplemente “torbellinos de plumas azules”: la idea de que hubo ahí algo valioso que se nos escapó.

A la mitad del camino de nuestra vida nos preguntamos cosas así. Descubrimos que lo que somos es resultado y consecuencia de las decisiones que alguna vez asumimos parados frente a una encrucijada. El tiempo se fue como el viento, pero si te fijas bien, de alguna manera te las has arreglado para estar aquí ahora, aferrándote al hilo, “cada vez más delgado y doloroso”, que teje o ha tejido para ti la tejedora de los destinos.

En realidad este poema se refiere a un acto de fe (más valiosa, según leemos, que las otras dos virtudes teologales: esperanza y caridad). La encrucijada es el símil de una decisión que quedó atrás hace tiempo. Y, de acuerdo con el poema, lo único que puede hacernos concebir que este camino sobre el que parece que no avanzamos tiene algún sentido y nos conduce hacia alguna parte, es, precisamente, la fe.
O sea: creerlo.


[Gonzalo Vélez]



Encrucijada
autora: Rosa Chacel

Pasamos cerca de la primavera
y más abajo de las noches de luna.
Pasamos a la izquierda de la aurora
y ¡ay!, sobre todo, a la espalda del deseo.
Vamos por un camino próximo
que ni sigue, ni ataja, ni conduce;
un camino olvidado
de todos menos de la brisa
que trae el aura de la ventura,
el polen áspero de los recuerdos
y torbellinos de plumas azules
que sobraron del lujo de los pavos reales…

¿Cuál fue la encrucijada
de faz impenetrable donde erramos?...
Hay una malla en falso
que turba la armonía del dibujo
y la memoria tira del estambre
deshaciendo el dechado hasta su origen…
¡Tantos intentos, tantas guirnaldas diseñadas,
monogramas, enlaces, nomeolvides!...
En mi alma hay un olor parecido al pecado,
pero no encuentro la semilla,
ese grano escarlata, diminuto,
que se pierde entre innúmeras,
cotidianas lentejas…

Negar, maldecir sería fácil
pero la hiedra reverdece
por entre la muralla derruida,
la savia de la fe en las ruinas retoña,
sola se muestra, prófuga del trío
de las hermanas teologales.
Ella es pertinaz,
la siempre en vano decapitada.
Como imán al Norte,
Ella mira al amor
por encima del vaho de la marisma,
le mira ciegamente.

La fe, como una flor hambrienta,
agarrada a las rosas cascarudas,
secas, sin poros,
que no trasudan linfa de esperanza,
se quema en su amarillo
sin trascender a caridad.
Como el clavel de muerto
acremente obstinada,
ardiente contra el viento impío,
le ve pasar, puesto que es viento y pasa.
Y el viento trae y lleva una nube de barro
turbia, sangrienta o desangrada, a veces,
que amenaza y no llega a descubrir su nombre:
aquel error o enigma de torpeza…

¿Cómo saber que la vuelta del huso
se formó del grumo de la culpa,
en que azar o vaivén de lanzadera
se interpuso la brizna
que sobre el hoy proyecta su guadaña?

Punto por punto atrás van desnudándose
perfiles por el musgo recubiertos,
trazos bajo la niebla guarecidos,
gradas, umbrales
por donde el pie pasaba y no advertía
el sabor de la piedra ni el del trébol.
La oruga, devanando el laberinto
en torno, con su hilo
cada vez más delgado y doloroso,
se extenúa y se exprime, retrayéndose…
Una vez más, un giro nuevamente.

(Theresópolis, 1941)

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