lunes, 6 de abril de 2009

Ernestina de Champourcin: Intimismo sin sentimentalismo

Acaso lo común en la época era que los padres prohibieran a sus hijas ir a la universidad, sin importar cuán talentosas fueran. El caso de Ernestina de Champourcin (1905-1999), esta talentosa chica de los años veinte, nacida en Vitoria, España, no fue entonces excepcional.

Tampoco el hecho de que su madre intentara interceder por ella: la estudiante podría ir a la universidad a estudiar Filosofía y Letras, siempre y cuando estuviera acompañada en todo momento por su mamá. Y como la hija era lista, prefirió por supuesto seguir formándose ella sola.

Aunque quizás en este espacio no venga a cuento la reflexión, pero uno se pregunta: ¿para qué le proporcionaron entonces tan buena educación?: de niña aprendió perfectamente el inglés y el francés; asistió al colegio del Sagrado Corazón; con maestros particulares cursó el bachillerato, y lo aprobó (en sistema abierto, diríamos tal vez hoy).

Su mentor poético fue nada menos que Juan Ramón Jiménez, cuya influencia se pueda advertir quizás en la poesía de su primera época. Pero ella no tardó en encontrar una voz propia, intimista pero desprovista de sentimentalismos, y con una minuciosa urdimbre de palabras que apunta hacia la poesía pura de sus colegas generacionales. Estas características se encuentran, creo, groso modo, en todos los libros de la poeta.

Por amistad personal y por afinidad literaria, Ernestina de Champourcin estuvo muy cerca de los integrantes de la Generación del 27. Pero no fue por eso que alguien tan preocupado por la pureza poética como Gerardo Diego tuviera a bien incluirla en su célebre Antología poética de 1934, con lo que Ernestina quedó como la única mujer adscrita oficialmente a tan selecto grupo.

Casada para toda la vida (lo común en la época) con el también poeta Juan José Domenchina, secretario personal del presidente de España Manuel Azaña, Ernestina trabajó como enfermera durante los cruentos años de la guerra civil. Tras la derrota de la República, donde permanecieron hasta el final, el matrimonio se exiló en México.

Daniel Cosío Villegas, director del Fondo de Cultura Económica en la capital mexicana, les ofreció trabajar como traductores para esa prestigiada editorial. Gracias a ello pudieron ganarse la vida en su nuevo país. Con el tiempo, Ernestina de Champourcin tradujo medio centenar de libros, y su labor es de las más destacadas del siglo veinte en lo que se refiere a traducción literaria al español.

En 1972 regresó finalmente a España, donde recuperó el impulso poético que sólo estuvo latente durante su exilio, y publicó aún varios libros más. Sola, falleció en Madrid en 1999.

“Sólo allí” muestra de manera elocuente este tono intimista sin sentimentalismos que me parece advertir. Pero sobre todo este poema es una muestra sumamente delicada del manejo del verso libre.

Los primeros dos versos son de siete sílabas (tal vez anunciando con énfasis el no-lugar al que se refiere el poema); todos los siguientes son de catorce (o sea: alejandrinos). Pero fíjate como en cada verso se marca una pausa justo a la mitad (llamada cesura), con lo que el verso queda en perfecto equilibrio rítmico, con siete sílabas a cada lado.

(Por eso la primera parte de un verso puede terminar en sílaba aguda, como por ejemplo el primero de la segunda estrofa [“Sólo allí podrá ser.”], que, debido a la pausa natural luego de la vocal acentuada, cuenta como de siete sílabas.)

Ahora el verso libre:
Al leer el poema tu lectura queda en sintonía con la marcada cadencia que advertirás.
¡Pero no hay rimas!
(salvo al principio, aunque más que rima es redundancia)
Ni rimas, ni obstáculos, ni palabras forzadas.

La sencillez salta a la vista. Es decir: salta a la lectura.
Sin embargo, como te percatarás, tal sencillez está superpuesta a una delicadísima labor de brocado con las palabras y sus sentidos.


[Gonzalo Vélez]



Sólo allí
autora: Ernestina de Champourcin

Tú no sabes qué lejos.
¡Nadie sabe qué lejos!
Encima de las nubes, detrás de las estrellas,
al fondo del abismo en que se arroja el día,
sobre el monte invisible donde duerme la luz.

Sólo allí podrá ser. Sólo allí tocaremos
la verdad que tortura nuestras frentes selladas.
Sólo allí se abrirán como flores de aurora
aquellas lentas noches de amor en desvarío.

Nuestras manos lo piden tendidas al espacio
en un sordo anhelar que no engendra clamores,
nuestras plantas lo exigen tercamente aferradas
a las huellas que el viento indómito destroza.

El horizonte huye robando a cada hora
la secreta delicia que presagia el milagro.
Hay briznas de prodigio en todos los instantes
y el mundo, ciego, arde con vibración de altar.

Arrodilla tu fuerza. No hay glorias presentidas.
Palpita en certidumbre la carne de los sueños.
Si acunas la belleza que tu fervor concibe
florecerá en tu muerte su exacta encarnación.

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