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viernes, 24 de abril de 2009

Rosario Castellanos como 'outsider'

La imagen del creador intelectual, del artista, como un ente marginado o automarginado de la vida convencional de la sociedad ha sido una postura acorde con un orden social inscrito en la modernidad característica del siglo veinte.

Esta ubicación excéntrica le habría permitido al creador de ideas cierta objetividad exenta de compromisos que le permitiría criticar el funcionamiento de la comunidad de los seres humanos, señalando las divergencias entre las ideas rectoras y las prácticas atroces que constituyen el camino de la humanidad a través de la historia.

Esto, por supuesto, en un plano ideal, o idealizado, y no libre de afectación romántica, donde el artista contemplare a los hombres (es decir a los seres humanos) como criaturas carentes de orgullo movidas por la necesidad, “más dura que metales”, y como víctimas de sus propias pasiones y de su ceguera.

De este agónico poema extramuros, imbuido de existencialismo y de cierto pesimismo propio de la época de la guerra fría, se infiere el sitio desde donde atestiguaba el devenir la poeta mexicana Rosario Castellanos (1925-1974), una de las presencias intelectuales más fuertes de su tiempo en su país.

Nacida circunstancialmente en la ciudad de México, Rosario Castellanos creció y se formó en el sureño estado de Chiapas. Fue ahí donde se forjaron las preocupaciones que habría de tratar más tarde en sus novelas, ensayos y poemas: la discriminación hacia los indígenas, la condición de la mujer en la sociedad, la naturaleza humana.

Concluidos sus estudios, Rosario regresó a la capital. Fue de las primeras mujeres graduadas en filosofía por la Universidad de México, institución donde posteriormente fue catedrática, tras especializarse en estética en la Universidad de Madrid.

Desde los comienzos de su carrera literaria obtuvo reconocimientos varios: beca Rockefeller, beca del Centro Mexicano de Escritores, Premio Chiapas 1958, Premio Xavier Villaurrutia 1961, entre otros. En 1971 fue nombrada embajadora de México en Israel, donde combinaba su cargo diplomático con la impartición de una cátedra en la Universidad Hebrea de Jerusalén.

Su muerte, en Tel Aviv, fue por demás trágica: Rosario Castellanos se electrocutó en una bañera al caer dentro una lámpara enchufada. Se dice que el accidente ocurrió por la premura de salir de la tina para atender el teléfono. Intérpretes más maliciosos especulan que bien pudo haberse tratado de un suicidio. Lo cual, más allá de la anécdota, a su poesía no le interesa.


[Gonzalo Vélez]



Agonía fuera del muro
autora: Rosario Castellanos

Miro las herramientas,
El mundo que los hombres hacen, donde se afanan,
Sudan, paren, cohabitan.

El cuerpo de los hombres prensado por los días,
Su noche de ronquido y de zarpazo
Y las encrucijadas en que se reconocen.

Hay ceguera y el hambre los alumbra
Y la necesidad, más dura que metales.

Sin orgullo (¿qué es el orgullo? ¿Una vértebra
Que todavía la especie no produce?)
Los hombres roban, mienten,
Como animal de presa olfatean, devoran
Y disputan a otro la carroña.

Y cuando bailan, cuando se deslizan
O cuando burlan una ley o cuando
Se envilecen, sonríen,
Entornan levemente los párpados, contemplan
El vacío que se abre en sus entrañas
Y se entregan a un éxtasis vegetal, inhumano.

Yo soy de alguna orilla, de otra parte,
Soy de los que no saben ni arrebatar ni dar,
Gente a quien compartir es imposible.

No te acerques a mí, hombre que haces el mundo,
Déjame, no es preciso que me mates.
Yo soy de los que mueren solos, de los que mueren
De algo peor que vergüenza.
Yo muero de mirarte y no entender.




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miércoles, 28 de enero de 2009

Stella Díaz Varín: Bella y tremenda

Tenía una voz grave y enérgica, capaz de sacudir a los mismísimos Andes. Un aura de dama ruda, cierto carisma de femme fatale que la envolvió hasta en los últimos días de su vida.
Bella y tremenda, y, además, poeta.

Recordemos de este modo a Stella Díaz Varín (1926-2006), que peculiarmente nació en un sitio llamado La Serena, en Chile. Stella quiso estudiar medicina, y en concreto: psiquiatría. Sin embargo, en Santiago, a donde llegó en 1947, se integró al grupo de escritores y creadores conjuntados por la Alianza de Intelectuales de Chile, que dirigía Pablo Neruda, y poco a poco la lucha de las ideas y la “mítica bohemia de El Bosco”, le atrajeron más que los estudios médicos.

Inserta en el ambiente cultural de la capital, en su vida tuvo contacto con toda la gama de estupendos y destacados poetas chilenos del siglo veinte. Primero con Vicente Huidobro y Pablo de Rokha –no tanto con Gabriela Mistral, supongo que por diplomáticas razones–, luego más cercanamente (aunque no tanto, creo) con Neruda.

Está vinculada a sus colegas de la Generación de 1950 (a la que pertenecieron, entre varios otros creadores, Enrique Lihn, José Donoso y Alejandro Jodorowsky), y finalmente, luego de haber dejado de publicar poesía por más de cinco lustros, fue una especie de puente para poetas chilenos que alcanzaron su madurez en la última década de su siglo.

A pesar de la cercana pléyade de posibles influencias, Stella Díaz Varín desarrolló una voz poética muy personal, alejada de antipoesías, de experimentos retóricos y del gusto por los reflectores que deleitaban a otros. Su poesía tiende a ser más bien discursiva, casi una charla en la que se pregunta, o nos pregunta, dónde se encuentra la Palabra escondida, aquélla capaz de nombrar a las cosas del mundo para volverlo comprensible, para aclarar sus contradicciones.

A Stella le duele la ruptura del compromiso como una falta contra la verdad, como una fractura a la Palabra, que supuestamente era inquebrantable. Pero ella no ceja, no se deja aplastar por el desánimo, y continúa, alma poeta, procurando la luz, orbitando un tanto al margen de la sociedad.

Imaginemos un alma joven en un cuerpo anciano, una señora de fino porte y presencia, fastidiada de que el cuerpo tenga fecha de caducidad. Veamos detrás de su fuerte carácter un afán de protección de todo lo valioso, de todo lo amado. Pensémosla en una última imagen con un cigarrillo y una copa de pisco. Y dejemos que se nos presente brevemente en un autorretrato.


[Gonzalo Vélez]


Breve historia de mi vida
autora: Stella Díaz Varín

Comando soldados.
Y les he dicho acerca del peligro
de esconder las armas
bajo las ojeras.
Ellos no están de acuerdo.
Y como están todo el tiempo discutiendo
siempre traen perdida la batalla.

Uno ya no puede valerse de nadie.
Yo no puedo estar en todo;
para eso pago cada gota de sangre
que se derrama en el infierno.

En el invierno, debo dedicarme
a oxidar uno que otro sepulcro.
Y en primavera, construyo diques
destinados a los naufragios.

Así es, en fin…
Las cuatro estaciones del año
no me contemplan, sino trabajando.

Enhebro agujas
para que las viudas jóvenes
cierren los ojos de sus maridos,
y desperdicio minutos, atisbando
a la entrada de una flor de espliego
de una simple abeja,
para separarla en dos,
y verla desplazarse:
la cabeza hacia el sur
y el abdomen hacia la cordillera.

Así es
como el día de Pascua de Resurrección
me encuentra fatigada,
y sin la sombra habitual
que nos hace tan humanos
al decir de la gente.




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lunes, 12 de enero de 2009

Vicente Huidobro: Que la rosa florezca...

En la cima de una colina poco frecuentada que domina la ciudad de Cartagena, en la costa de Chile, se encuentra la tumba de uno de los autores fundamentales de la poesía del siglo veinte en lengua española: Vicente Huidobro (1893-1948).

Huidobro fue un poeta de acción, de vivencia, de movimiento. Al embelezo un tanto autocomplaciente, un tanto conservador y un tanto escapista del modernismo, él es de los primeros en contraponer los principios de las vanguardias artísticas del primer tercio de siglo, y en aplicarlos a la poesía en nuestro idioma.

Tal vez hubiera podido ser un poeta francés, por su prolongada estancia en París y su amistad estrecha con los pintores, músicos y escritores que marcaron la vanguardia de las vanguardias del arte del siglo veinte.

Pero el poeta chileno, que efectivamente escribió mucho en francés (por ejemplo esos poemas manuscritos en los que la línea escrita dibuja al mismo tiempo una forma que representa al tema, como un molino si el poema habla de un molino, etc.), encontró en las avant-gardes parisinas el alimento para su proyecto literario, el cual se puede entrever ya en este poema, "Arte poética", publicado en El espejo de agua en 1916, antes de embarcarse por primera vez rumbo a Europa.

Experimentación, renovación, ruptura: creacionismo.
Tal era el nombre con el que se pretendía nombrar esa actitud hacia la poesía, que también era una actitud apasionada, efervescente ante la vida.

Hay una especie de discreta alabanza hacia lo nuevo, hacia lo que está por inventarse, con ese optimismo abierto a utopías propio de los años de entreguerras: deleite por lo moderno, por lo recién innovado, por lo inédito. Así, el célebre poema Altazor, del que ya existían esbozos antes de 1920, alude a un viaje en paracaídas.
¡En paracaídas!
(toma en cuenta que en esa época los aviones eran un invento muy reciente...)

Lo que Huidobro nos revela én "Arte poética" es un principio que debería ser el rector, no sólo para la poesía y los poetas, sino para todo arte y todo artista: no hay que cantar la rosa, sino hacerla florecer en el arte.

En la colina de Cartagena, Chile, en un mausoleo que requiere mantenimiento y que se sostiene gracias al ocasional cuidado de peregrinos devotos de la poesía, se encuentra la tumba del poeta Vicente Huidobro. El epitafio reza:

Abrid la tumba / Al fondo de esta tumba se ve el mar.


[Gonzalo Vélez]


Arte poética
autor: Vicente Huidobro

Que el verso sea como una llave
Que abra mil puertas.
Una hoja cae; algo pasa volando;
Cuanto miren los ojos creado sea,
Y el alma del oyente quede temblando.

Inventa mundos nuevos y cuida tu palabra;
El adjetivo, cuando no da vida, mata.

Estamos en el ciclo de los nervios.
El músculo cuelga,
Como recuerdo, en los museos;
Mas no por eso tenemos menos fuerza:
El vigor verdadero
Reside en la cabeza.

Por qué cantáis la rosa, ¡oh Poetas!
Hacedla florecer en el poema ;

Sólo para nosotros
Viven todas las cosas bajo el Sol.

El Poeta es un pequeño Dios.


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domingo, 14 de diciembre de 2008

Efraín Huerta, Tláloc y el hartazgo

Tláloc
autor: Efraín Huerta

Sucede
Que me canso
De ser como dios
Sucede
Que me canso
De llover
Sobre mojado

Sucede
Que aquí
Nada sucede
Sólo la lluvia
_____ lluvia
_____ lluvia
_____ lluvia


El pretexto aquí del poeta mexicano Efraín Huerta (1914-1982) es el dios nahua de la lluvia, (o bien el dios mesoamericano de la lluvia que entre los nahuas se llamaba) Tláloc.
(Lo reconocerás por la especie de anteojos que lleva siempre, y por ese como bigotito suyo.)
O sea que en apariencia de lo que se trata es de un homenaje al pasado americano pre-europeo, o a determinada vertiente de celebración de la mexicanidad.

Pero démosle una segunda lectura al poema.

Tláloc se personifica. El poeta se mete en los zapatos de Tláloc. Es decir: en los cacles de Tláloc.

Se pone a pensar qué se sentirá ser un dios ancestral, inmortal, un ídolo de piedra con la burocrática función de hacer llover.
La solución a la que llega es: soledad, fastidio, aburrimiento.

¡Alto!: esto no termina aquí.
Lleguemos más profundo en una tercera lectura.
En esta ocasión olvídate de Tláloc, de los aztecas, de la lluvia, y lee el poema pero omitiendo el título.
Imagina que quien está hablando es el propio Efraín Huerta.

¿Qué tal?

Lo que vemos es a alguien (por ejemplo el poeta, que tradicionalmente es “como dios”) cansado de predicar en el vacío.
Vemos la frustración de sembrar en tierra árida (o de llover sobre mojado); el desencanto de que la propia labor (en este caso la labor del vate de iluminar a la gente) no produzca ningún efecto que altere la apatía, omnipresente e inmóvil:
“sucede que aquí nada sucede…”.

Y vemos asimismo el hartazgo de quien ha intentado infructuosamente sus cometidos una y otra y otra vez, y de pronto encara de frente ese particular sentimiento de frustración.

Sentimiento que seguramente tod@s nosotr@s hemos compartido al menos alguna vez en la existencia…



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