lunes, 31 de agosto de 2009

César Dávila Andrade y la mirada al pasado

Junto a la poesía europeizante o universalista escrita en español en América, corre también una corriente paralela que mira hacia el interior, que reflexiona y se cuestiona sobre el ser de los países surgidos de España en el Nuevo Mundo.

Al lado de “Alturas de Macchu Picchu”, de Pablo Neruda, que tal vez sea el poema referencial en este sentido, existe otra obra crucial, mucho menos conocida, de un poeta mucho menos conocido también: el ecuatoriano César Dávila Andrade (1919-1967).

Intensa, esmerada, dolorosa, podemos especular que haya sido la vida de este poeta y cuentista nacido en Cuenca, uno de los escritores más destacados de Ecuador, pues más allá de sus circunstancias biográficas, ésos son en general los tonos de su poesía.

Fue autodidacta, aunque no por gusto. Desde los quince años tuvo que trabajar para vivir y costearse sus estudios, de modo que ejerció mil oficios y estudió de manera intermitente hasta que la veta académica se agotó y él había acumulado una vasta cultura.

Tuvo César Dávila un par de parientes que ejercían con cierta seriedad la escritura y que influyeron en él. No obstante, el talento le era propio.

Esto puede advertirse desde el primer poema que publicó, como a los quince años de edad, en un periódico, titulado: “La vida es vapor” [por ejemplo: “(…)El universo se ha vuelto loco... En el bosque/ de los insomnios, soy una hélice desorientada… (…)”].

El dolor íntimo, la imposibilidad del triunfo, son algunos de sus motivos recurrentes, influido tal vez por la guerra contra Perú, en 1941, en la que Ecuador perdió una parte considerable de su territorio; o bien imbuido de una idealista ideología de izquierda latinoamericana, por lo general tan doliente.

En 1951 César Dávila Andrade emigró a Venezuela con su esposa, Isabel Córdova, donde residió el resto de su vida trabajando como periodista, donde escribió acaso lo mejor de su obra, y donde se suicidó, en un hotel de Caracas, en 1967.

Para entrar a “Boletín y elegía de las mitas”, habría que saber primero qué es eso. Las mitas fue una de las más crueles y más innobles instituciones de la dominación europea sobre las civilizaciones nativas americanas.

La mita consistía en que cada comunidad indígena de cada región de Ecuador tenía que contribuir cada tanto tiempo con una determinada cantidad de sus habitantes, los mitayos, para que fueran enviados a trabajar, en calidad de esclavos, a las minas. Lo cual equivalía a una simple adaptación, más mortífera, de los sacrificios humanos prehispánicos a las formas europeas.

La espectacular fuerza dramática de este poema, más bien extenso, se apoya en buena parte en el empleo de nombres de personas indígenas, de indigenismos y de arcaísmos del español, lo cual crea la atmósfera temporal y subraya las tensiones entre opresores y oprimidos.

Con todo y estos elementos, casi todo el poema es inteligible. Chanchos son cerdos; testes son testículos. Y en particular para este fragmento es importante, sobre todo, saber que guagua quiere decir niño pequeño; maqui es la mano. Y quebrar es quebrar.


[Gonzalo Vélez]



Boletín y elegía de las mitas (fragmento)
autor: César Dávila Andrade

Yo soy Juan Atampam, Blas Llaguarcos, Bernabé Ladña,
Andrés Chabla, Isidro Guamancela, Pablo Pumacuri,
Marcos Lema, Gaspar Tomayco, Sebastián Caxicondor.
Nací y agonicé en Chorlaví, Chamanal, Tanlagua,
Nieblí. Sí, mucho agonicé en Chisingue,
Naxiche, Guambayna, Poaló, Cotopilaló.
Sudor de Sangre tuve en Caxají, Quinchiriná,
en Cicalpa, Licto y Conrogal.
Padecí todo el Cristo de mi raza en Tixán, en Saucay,
en Molleturo, en Cojitambo, en Tovavela y Zhoray.
Añadí así, más blancura y dolor a la Cruz que trujeron mis verdugos.

A mí, tam. A José Vacancela tam.
A Lucas Chaca tam. A Roque Caxicondor tam.
En plaza de Pomasqui y en rueda de otros naturales
nos trasquilaron hasta el frío la cabeza.
Oh, Pachacámac, Señor del Universo,
nunca sentimos más helada tu sonrisa,
y al páramo subimos desnudos de cabeza,
a coronarnos, llorando, con tu Sol.

A Melchor Pumaluisa, hijo de Guápulo,
en medio patio de hacienda, con cuchillo de abrir chanchos,
cortáronle testes.
Y, pateándole, a caminar delante
de nuestros ojos llenos de lágrimas.
Echaba, a golpes, chorro de ristre de sangre.
Cayó de bruces en la flor de su cuerpo.
Oh, Pachacámac, Señor del Infinito,
Tú, que manchas el Sol entre los muertos.

Y vuestro Teniente y Justicia Mayor
José de Uribe: "Te ordeno". Y yo,
con los otros indios, llevábamosle a todo pedir,
de casa en casa, para sus paseos, en hamaca.
Mientras mujeres nuestras, con hijas, mitayas,
a barrer, a carmenar, a texer, a escardar;
a hilar, a lamer platos de barro ‑nuestra hechura‑.
Y a yacer con Viracochas,
nuestras flores de dos muslos,
para traer al mestizo y verdugo venidero.

Sin paga, sin maíz, sin runa‑mora,
ya sin hambre de puro no comer;
sólo calavera, llorando granizo viejo por mejillas,
llegué trayendo frutos de la yunga
a cuatro semanas de ayuno.
Recibiéronme: Mi hija partida en dos por Alférez Quintanilla,
mujer, de conviviente de él. Dos hijos muertos a látigo.
Oh, Pachacámac, y yo, a la Vida.
_______________________ Así morí.

Y de tanto dolor, a siete cielos,
por sesenta soles, Oh, Pachacámac,
mujer pariendo mi hijo, le torcí los brazos.
Ella, dulce ya de tanto aborto, dijo:
"Quiebra maqui de guagua; no quiero que sirva
que sirva de mitayo a Viracochas".
_______________________ Quebré.

(...)


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